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La señal del Cristiano por: José Enrique Galarreta

4/26/2013

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El capítulo 13 del evangelio de Juan se centra en el Cenáculo. Empieza con el lavatorio de los pies. Inmediatamente después, Jesús anuncia la traición de Judas, y Judas se marcha. En ese momento empieza el gran Sermón de Despedida, una especie de Testamento de Jesús, del que nuestro evangelio de hoy recoge los primeros versículos.

Se enuncian tres temas básicos: la glorificación de Jesús, el anuncio de su partida, y el mandamiento del amor.

Sería inútil buscar una línea temática común a los tres textos. En estos domingos de Pascua, la primera lectura nos hace conocer la primera Iglesia, tal como aparece en los hechos de los Apóstoles, y las otras dos siguen preferentemente a Juan, en las Cartas, el Apocalipsis y el Evangelio, desarrollando entre todas el mensaje del Resucitado.

Nos centramos en el Evangelio, tan fundamental. En él se expresa bien la "promesa - anuncio" referente a la glorificación del Hijo del Hombre. El tema de la gloria del Padre, de la gloria-glorificación del Hijo, es muy complejo y tendremos que resumirlo al máximo.

La gloria en su primera acepción significa "autoridad". Reconocer la gloria del Señor, dar gloria a Dios, significa reconocer su autoridad. En una segunda acepción se refiere a la manifestación de Dios, envuelta en luz, en nube, en tormenta... Es el sentido de "la gloria de Dios les rodeó", en los pastores de Belén, y lo que se sugiere en los relatos de la Transfiguración.

La gloria de Jesús es por tanto ante todo la glorificación que recibe del Padre, la exaltación, la resurrección. Pero, en Juan, la glorificación de Jesús se hace en la cruz: es su hora, la hora de su gloria, cuando se muestra quién es. La gloria de Jesús es por tanto la manifestación del amor. En el amor entregado hasta el final reconocemos la presencia de Dios. Reconocer la gloria de Jesús es creer en el crucificado, ver en el crucificado la entrega total y, en ella, el corazón de Dios.

No es casual que vaya conectado el tema de la gloria con el mandamiento del amor. La gloria, la manifestación de Jesús y de Dios es que los de Jesús se amen como Él amó. En el amor de las personas se manifiesta el amor de Dios.

Resumiendo al máximo la apologética específicamente cristiana deberíamos decir:

¿Existe Dios? à Mirad cómo se aman.

Y es que no hay fenómeno tan irreductible a la ciega física de la materia que el amor, que contradice (aunque en el fondo diríamos que lleva a plenitud) el egoísmo esencial de todo ser vivo que tiende antes que nada a su propia supervivencia.

Dios es amor y el ser humano también, y en todo amor se muestra que es criatura más que terrena. Es magnífico entender lo de Jesús, lo cristiano, como una evidencia y una potenciación de lo más profundamente humano de lo humano, su "ser semejante a Dios".

No puedo menos de recordar a mi viejo y querido catecismo infantil, cuando preguntaba: "¿Cuál es la señal del cristiano?". Y respondía: "La señal del cristiano es la santa Cruz". Y no puedo menos de sentir temor ante esta afirmación, porque se ha sustituido una señal por otra, y de manera - creo - significativa. La señal del Islam es la media luna, la señal del cristianismo es la cruz... Peligroso. Una señal externa para identificarnos. Es claro que el catecismo no quería decir sólo eso, pero la tentación existe, y conviene que la analicemos en profundidad, porque esto nos comunica con un tema sumamente importante.

Ya desde el principio del conocimiento de Dios, Israel entendió que Dios no era representable. "No harás imágenes de Dios". El Arca de la Alianza se cubría con una tapa dorada, el propiciatorio, flanqueada de querubines en adoración, sobre la cual no había nada. La Nube de Incienso, al elevarse ante el Arca, figuraba la presencia misteriosa del Señor que "ponía los pies" sobre el Propiciatorio.

Representar a Dios es intentar poseerlo, hacerlo a nuestra imagen y semejanza. Nosotros los cristianos representamos a Dios, y así nos va: pintamos la Santísima Trinidad... y provocamos en nuestra imaginación la figura de tres dioses. Los primeros cristianos ni siquiera representaban a Jesús, preferían las imágenes simbólicas. Luego, cedemos a la necesidad de representar, para tener una imagen sagrada a la que adorar. La Palabra nos llamaba a más. De Dios solamente conocemos La Palabra. Lo que pase de ahí tiene el peligro de domesticar a Dios, de someterlo a nuestra imaginación, de crearlo a nuestra imagen y semejanza.

En esta misma línea, el distintivo de los cristianos no es la Santa Cruz, prodigada en las casas, las escuelas, las calles, ni el Sagrado Corazón entronizado o triunfante en lo alto de los montes. Todas esas cosas pueden tener validez cuando expresan lo que sentimos, sólo entonces. Y me parece que deberíamos tener más pudor al proclamar así la fe, cuando hay tantas obras que no se corresponden con tal proclamación.

La señal del cristiano es el amor fraterno. Y el amor es discreto, humilde, conocedor de su insuficiencia, no es jactancioso, no se derrama en palabras, no alardea, no va proclamándose por las plazas, prefiere el silencio, pasar desapercibido, prefiere las obras a las palabras. Jesús es sabio: Jesús no quiere templos para manifestar esplendorosas adoraciones, ni sacerdotes para oficiar ritos iniciáticos, ni oraciones exteriores ostentosas, ni limosnas cara a la galería.

Jesús quiere la conversión del corazón a Dios, y esta conversión empieza por el conocimiento de Dios. Dios no es la encarnación de los poderes ocultos de la naturaleza, ni la explicación del Universo, ni el Amo-Juez justiciero. Dios es un enamorado, Dios es mamá, Dios es el Libertador, Dios es el Médico. Dios es el Creador-engendrador que sigue engendrando hijos y cuidando de ellos.

La primera conversión es convertirse a ese Dios, abandonando todos los demás, que son ídolos, creados por nosotros para poder adorar lo que imaginamos y nos conviene. Convertirse al Dios Verdadero, al Amor Creador Libertador, sentirse querido, dejarse querer, instalarse en el mundo del amor y sentir la necesidad de dar lo que tan pródigamente hemos recibido. Convertirse es entrar en la Familia, más allá de toda ley, exigido desde dentro por la imperiosa necesidad de dar, aceptar al otro con todos sus pecados como mi Madre me acepta con todos mis pecados. La señal del cristiano es ser así.

"En esto conocerán que sois mis discípulos" es una advertencia sobre la eficacia de nuestro apostolado. No vamos a convertir a nadie convenciéndole sino admirándole. No vamos a extender el reino con las armas, ni con la propaganda ni con marketing alguno; lo vamos a extender por contagio, porque el Amor es contagioso, indiscutible.

No vivimos en una sociedad cristiana, por supuesto, pero nunca se ha vivido en ella. Todas las nostalgias de tiempos religiosamente mejores son nostalgias de masivos cumplimientos dominicales, de procesiones espléndidas, de control de las costumbres. Pero nunca ha existido una sociedad de la que pueda decirse que vivía queriéndose. No hemos vivido así: hemos fomentado la guerra, incluso en nombre de Dios; hemos esclavizado a medio mundo, bautizando además a los esclavos; hemos creado la más violenta diferencia y oposición de clases por nuestro afán desmedido de crear riqueza; fomentamos el consumo para crear más riqueza para disfrutar más, aunque cueste la miseria de todo el resto del mundo. Nadie puede decir de nuestra sociedad "mirad cómo se quieren".

Y la Iglesia disminuye, porque los antiguos modos de pertenecer a la iglesia eran muy exteriores, muy de costumbres, y la gente ya no se somete tan fácilmente. El evangelio de hoy nos ofrece la oportunidad de reflexionar sobre el futuro de la Iglesia. Si no es presencia del amor de Dios, es que no existe, aunque parezca que hay una organización grande y poderosa que encarna la presencia de un dios sobre la tierra. Donde hay amor fraterno hay Iglesia, sólo allí.

Nuestra pertenencia a la Iglesia pasa por la misma condición. Ya puedo estar apuntado en el libro de los bautismos, ya puedo haber recibido todos los sacramentos, ya puedo cumplir todos los preceptos y todos los mandamientos externos. Podré hasta ser una buena persona honrada y de fiar. Esto todavía no es la Iglesia de Jesús. La Iglesia de Jesús es un conjunto de personas que han descubierto el Amor de Dios y viven de él, estén o no apuntados en un libro, profesen o no profesen todo lo que hay que profesar, sepan o no sepan que el Espíritu de Jesús vive en ellos.

El Espíritu de Jesús es el que nos hace gritar a pleno pulmón "Abbá, Padre", el que nos hace conscientes de ser hijos, el que nos hace sentirnos hermanos, el que nos convierte a vivir en el amor fraternal, el que nos convierte en constructores del Reino. En eso se nota el Espíritu. Todo el que tenga los ojos abiertos puede ver por todo el mundo miles de personas que viven así, sirven así, luchan por liberar, entregan su vida a otros. Está vivo y presente el Espíritu del Amor de Jesús, la señal de los cristianos.

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