No pretendo en este artículo añadir nada nuevo a lo mucho que se ha dicho y escrito ya a lo largo de estos meses sobre las revueltas de los países árabes en busca de la democracia. Intento solo aportar una reflexión personal hecha “a media distancia”, en el sentido tanto espacial como temporal, es decir: alejada, por una parte, del escenario de los hechos y por lo tanto privada de información contrastada; y sujeta, por otro lado, a la rápida y cambiante evolución de los acontecimientos. Deseo ofrecer unas sencillas reflexiones más bien de carácter moral que estrictamente político.
Se nos ha dicho desde el comienzo de las revueltas –y lo hemos comprobado en las imágenes de la televisión- que la gente “ha perdido el miedo”, y que ello ha desencadenado el dinamismo avasallador de la reacción popular. Alguna de las personas entrevistadas ante las cámaras afirmaba que no le importaba perder la vida porque era “lo único que tenía que perder”. Tal afirmación nos estremece por su rotundidad pero también por el hondo dramatismo y la duda que encierra: ¿es cierto que la gente ha perdido el miedo? ¿Podemos sostener esto a la vista del número incierto pero ya incontable de muertos y de heridos, que nunca sabremos con exactitud? ¿Cuántas vidas destrozadas se ha cobrado a estas alturas la revuelta de los países árabes, ahora especialmente la de Libia? ¿Es todo ello compatible con la ausencia de miedo, o más bien lo lleva aparejado como compañero inseparable? Como en todos los conflictos bélicos (y el de Libia lo es) nos impresiona sobre todo la irrupción de la barbarie, de la crueldad reflejada en multitud de escenas y en hechos que no vemos pero que se nos narran. No es solo la crueldad de los enfrentamientos armados (los bombardeos aéreos y los ataques con armamento pesado, la actuación de los rebeldes libios sin el adecuado equipaje bélico, los tiroteos en ese terreno pelado y árido …) sino el éxodo diario de miles de personas desamparadas atravesando las fronteras y reclamando la ayuda internacional. La lentitud y escasez de dicha ayuda nos resulta exasperante, aunque intentemos comprender las dificultades objetivas de acceso y de otro tipo que existen sobre el terreno. La ausencia patente de las ONG dedicadas las emergencias y al desarrollo de los pueblos –explicable seguramente por la misma razón- se nos muestra especialmente dolorosa e irritante a quienes sentimos una honda impotencia y no queremos caer en “la sordidez de la indiferencia”, -como ha dicho en un artículo Josep Ramoneda-, sino ayudar desde aquí en la medida de nuestras posibilidades. Los significativos hechos que están sucediendo nos abren una gran pregunta de futuro sobre las relaciones entre oriente y occidente. Recuerdo una de las impresionantes expresiones que se exhibía en la revuelta egipcia con relación a Europa: “No somos los otros, somos vosotros”. Mucho tenemos que aprender los ciudadanos occidentales del viento cálido que nos llega de los países orientales, de su ansia de una limpia y potente democracia. Por el contrario, la inoperancia e hipocresía de los países europeos, de los Estados Unidos, de los organismos e instituciones occidentales resulta patente y han sido ya ampliamente comentadas y denunciadas. Y otras cuestiones abiertas alimentan nuestra preocupación pero también nuestra esperanza: sobre el papel de la juventud, del Ejército y de la religión en el interior de estos movimientos revolucionarios en favor de la dignidad, en la búsqueda de unos auténticos Estados de derecho. Son cuestiones complejas y diversas según los distintos países. La juventud (con el apoyo de las redes sociales) ha jugado y sigue teniendo una función primordial en estas revueltas, habiendo pasado de la desesperanza de su horizonte futuro marcado por el desempleo a ser la semilla de una revolución democrática. El ejército es otro factor imprescindible a tener en cuenta, más sólido y organizado en el caso de Egipto y llamado a ser una pieza básica de su transición a la democracia, aunque arrastrando todavía una cierta indefinición y escasas concreciones. Más desdibujado y menos relevante se muestra, al parecer, en el resto de los países, al menos de momento. La religión en dichos países no ofrece por ahora un rostro fundamentalista, aunque la derivación hacia el islamismo es una posibilidad al acecho. Pero el espectáculo de la masa orante, realizando su plegaria en plena plaza pública de la revolución en El Cairo y en otros lugares, desmiente la imagen de una religiosidad alienante y evasiva y favorece el perfil de una cultura civil y laica, no sometida al poder militar ni religioso. Los hechos que comento suscitan en nosotros sentimientos diversos según las situaciones y personas a las que se refieren: compasión profunda, rabia, sonrojo, alegría, esperanza, impotencia. No es el menor de ellos, ciertamente, el de asombro y casi estremecimiento ante el espectáculo de la solidaridad y la acogida entre estos países castigados y maltrechos, entre la gente más pobre que apenas nada tiene pero que comparte esa pobreza con generosidad. Ahí tenemos otro ejemplo a seguir desde nuestro primer mundo satisfecho, víctima de otras pobrezas y esclavo de riquezas diferentes. Esperamos el futuro con una incierta y arriesgada confianza, porque se trata de un “proceso entre tinieblas”, según dijo en alguna de sus crónicas la periodista y corresponsal Rosa Molló. Pero se trata de un proceso revolucionario, en momentos distintos de su desarrollo, en busca de la dignidad y de la democracia. Y eso permite albergar una perspectiva esperanzada de futuro. S.S.T. es miembro de Cristianos por el Socialismo.
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