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La religion a examen por: Enrique Martínez Lozano

3/7/2011

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Nos salen hoy al paso unas de las palabras más duras contra quienes ponen su confianza en las fórmulas religiosas –en la religión-, como si en ellas se ventilara la vida.

Sorprende la dureza de las palabras de Jesús, sobre todo por el modo como retrata a las personas religiosas: han profetizado en su nombre, han expulsado demonios y han realizado milagros.

Si leemos bien, nos daremos cuenta de que justamente ésa era la actividad de los enviados y misioneros: anunciar el mensaje, echar demonios y curar enfermedades.

Pues bien –viene a decir Jesús-, ni siquiera el cumplimiento de lo establecido garantiza entrar en el Reino.

Los humanos tendemos a dar demasiada importancia a lo portentoso, o mejor, a todo aquello que se sale de lo que nos es rutinario y parece obedecer a poderes mayores. En el campo religioso, en concreto, se han presentado los milagros como la “señal” definitiva de la cercanía de Dios. Baste pensar que todavía hoy se siguen exigiendo como “prueba” de santidad y condición para la canonización de una persona. Tampoco los milagros –lo dice Jesús- son signos de pertenecer al Reino.

“Entrar en el Reino” no significa salvar el alma después de la muerte. Eso no debería preocuparnos: está en manos de Dios… y ésas son buenas manos. La expresión se refiere, más bien, a entender, aceptar y vivir la propuesta de Jesús, su proyecto y su utopía.

Para llevar adelante ese proyecto, no basta la religión. Por eso, quien se reduce a ella, no está siguiendo a Jesús. ¡Tantas veces se ha condenado y desvalorizado, en nombre de la propia religión, a quienes se creía alejados de ella…! Y ahora venimos a descubrir que el criterio del Maestro era radicalmente otro: lo que cuenta no es la religión sino el modo de vivir y de afrontar la vida.

En realidad, el propio Jesús fue víctima de la religión: también él fue juzgado y condenado como “blasfemo”, y ejecutado como tal.

Sin embargo, los mecanismos que se activan en el hecho religioso parecen ser tan poderosos que incluso los seguidores de aquél que murió a manos de la autoridad religiosa llegarían a establecer una religión todavía mucho más institucionalizada y rígida; más preocupada, muchas veces, por salvar la “ortodoxia” que por la vida de las personas. Sospecho que al propio Jesús le costaría reconocerse en ella.

“Cumplir la voluntad del Padre” es la alternativa, la condición para poder entender y vivir el proyecto de Jesús, para “entrar en el Reino”.

Cuando hemos pensado en Dios como en un gran Ser separado, ideado a imagen humana como un Señor Todopoderoso, hemos podido entender su “voluntad” como un designio arbitrario, al que debíamos plegarnos sumisamente.

La Modernidad, con la valoración de la racionalidad y la autonomía, se rebeló contra esa idea de la voluntad divina, que parecía entrar en rivalidad frontal con la libertad humana. Como alguien ha escrito, el hombre moderno se negó a ser “un juguete en manos de la divinidad”: había nacido el ateísmo masivo.

Hoy podemos ver que ambas posturas adolecían de un defecto de planteamiento. Ni Dios es un ser separado e intervencionista, ni las relaciones entre Dios y el ser humano pueden plantearse en clave dualista.

La voluntad de Dios –que, según Jesús, siempre coincide con el bien de la persona: eso es precisamente la “salvación”- no es otra que la Vida pueda desplegarse más y más, creciendo hacia la plenitud, “hasta que Dios sea todo en todas las cosas” (Primera Carta a los Corintios 15,28).

Cualquier persona, religiosa o no, participa del Reino de Dios siempre que favorece el despliegue de la vida; haciendo eso, está permitiendo que Dios mismo se viva en ella.

 

Cumplir la voluntad de Dios parece ser, sobre todo, una consecuencia devivirse con limpieza, desapropiación y disponibilidad. Porque sólo de esa forma se permite que Dios actúe.

La identificación con el propio yo –incluido el yo religioso- bloquea el fluir de la vida, porque donde hay yo, habrá apropiación y egocentración. Incluso todo el esfuerzo del yo no garantiza en absoluto que esté favoreciendo la vida.

Por el contrario, en la medida en que vamos creciendo en desidentificación del yo, vamos también tomando distancia de nuestros pensamientos, proyectos e incluso “fórmulas religiosas” –“Señor, Señor”-, y podemos dejarnos vivir como “cauce” por el que pueda “pasar” con limpieza la Vida que fluye a través de nosotros.


La imagen del cauce me parece sumamente hermosa y ajustada: todos somos cauces de la Vida misma que, en último término, es también nuestra identidad común y compartida.

Dios, la misma Vida y Fuente de vida, en quien nos reconocemos y a quien nos entregamos, confiada y amorosamente, es la Mismidad última de todo lo real, incluidos nosotros mismos.

Cumplir su voluntad implica también aceptar el momento presente, con todo lo que trae. Dicho de otro modo, se trata de aceptar lo que es. Porque no se puede negar lo que es.

Todo lo que sucede es la forma que está adoptando la Vida; resistirlo es ir contra la vida. Por eso, todo lo que no sea aceptación inicial de ello se convierte en resistencia inútil que no hace sino generar sufrimiento e impedir su resolución.

De hecho, lo que hace que el dolor se convierta en sufrimiento destructivo y paralizante no es sino nuestra resistencia al mismo. Por el contrario, la aceptación de lo que es, se revela como uno de los medios más poderosos para que se disuelva el ego. La aceptación crea un “espacio” alrededor del hecho, y ese espacio está lleno de Presencia.

La aceptación no es resignación ni pasividad, sino la primera actitud sabia ante lo que es. Más aún, sólo la aceptación hará posible que pueda surgir después la acción adecuada.

Y Jesús termina con una parábola sumamente evocadora. La cuestión más importante de la persona, como de la casa, tiene que ver con los “cimientos”.

 

¿Desde dónde estoy construyendo mi persona? La “arena” es el yo, cuyo mayor deseo es la apariencia. La “roca” es Dios mismo –tal como lo llamaba la piedad judía, y ha quedado reflejado en los Salmos: “el Señor, mi Roca”-, y lo experimentamos así cuando no es para nosotros un concepto o una creencia mental, sino la Presencia inefable y plena, que nos constituye y que percibimos cuando también nosotros venimos al momento presente y podemos permanecer en él.  

Y una última cuestión: ¿Cómo sé que Dios no es para mí un concepto, una creencia o una imagen proyectada por mi necesidad religiosa –un filósofo contemporáneo ha escrito que, con frecuencia, “Dios es el asilo del antropomorfismo y del narcisismo”-, sino el Misterio inefable, principio y final de todo lo que es?

El criterio de verificación o test definitivo lo propone Jesús: la verdad de la religión no se puede encontrar en la propia religión (“Señor, Señor”), sino en la vida (“la voluntad del Padre”). Puedo fiarme de mi fe en Dios si deseo, amo, busco y me comprometo por el bien de las personas; si pongo a la persona por encima de cualquier otro interés (“no es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre”); en definitiva, si, como Jesús, “paso por la vida haciendo el bien” (Libro de los Hechos 10,38).

Toda religión ha enseñado alguna vez que lo más importante era ella misma (las creencias, las normas, la institución); el evangelio proclama con firmeza que la religión está al servicio de la persona y que lo más importante es la bondad. ¿A quién seguimos en nuestro vivir cotidiano?  

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