Bien podría decirse que el "ritmo" último de lo Real es trinitario: donación – acogida – movimiento que lo hace posible. Podemos apreciarlo en sus diversas manifestaciones. Y es lo que ocurre, por ejemplo, en el respirar: recibimos y entregamos gracias al movimiento que lo posibilita.
En realidad, lo que llamamos "tres momentos" son una sola y única realidad. Y así podemos percibirlo en todos los niveles de la realidad: un misterio de recibirse y entregarse, en el mismo movimiento. En este sentido, me parece sabia la intuición del maestro Raimon Panikkar, cuando hablaba de la "realidad cosmoteándrica". Cosmos, humanidad y divinidad constituyen los "tres momentos", la "triple dimensión" de la Realidad Una. De tal manera que no puede darse el uno sin el otro. Hasta ahí llega el Abrazo no-dual. En la tradición cristiana, si evitamos la trampa del dualismo mental, podremos "leer" el misterio de la Trinidad como expresión de la Realidad Una y, a la vez, diferente. Es decir, Trinidad sería otra forma de hablar de No-dualidad. En el símbolo trinitario, el Padre es Darse, el Hijo es recibirse y el Espíritu es el Dinamismo que hace posible tanto la entrega como la acogida. Pero ese gran símbolo cristiano no se refiere a "tres personas individuales" –la trampa consistió precisamente en traducir "persona" por "individuo"- sino a la Realidad toda. En el misterio de la Trinidad no queda nada fuera. De ahí la sabiduría de la "intuición cosmoteándrica": el "Padre" evoca la Fuente originante, que es puro darse en permanencia y "vaciarse" en el "Hijo", que es toda la realidad recibida (humana y material), en cuanto "formas" en las que se "vuelca" constantemente aquella Fuente. El "Espíritu" es el Aliento que, sin separación, une ambas "fases" de ese movimiento atemporal y eterno. En ese sentido, puede hablarse de Dios como de un "éx-tasis" permanente. Más que sustantivo, Dios es verbo: un puro Darse y Recibirse, en el que todo (todos) está (estamos) incluido(s). "Hijos en el Hijo", como señala la teología paulina, todos nosotros formamos parte de ese movimiento trinitario. Recibiéndonos constantemente, acertamos también en la medida en que nos entregamos. Por el contrario, cuando nos cerramos a la entrega, en un movimiento de apropiación. Y es eso mismo lo que envenena nuestra vida. Lo que recibimos sin amarrarlo hace crecer nuestro espacio interior, hasta convertimos en cauce por el que fluye la Vida, el Espíritu. Cuando, por el contrario, nos aferramos a las cosas, a las ideas, a la propia imagen, bloqueamos el proceso mismo, y nos situamos en contra de la "corriente trinitaria" de la Realidad. Aprender a silenciarnos –meditar- no es otra cosa que adiestrarnos en el arte de recibirnos y de entregarnos, de acoger y de soltar. Quizás por ello la (habitualmente) "primera" práctica meditativa no es otra que la respiración consciente. En la medida en que atendemos conscientemente la respiración, la mente se acalla, se va produciendo la unificación entre mente, cuerpo y presente, a la vez que se abre una espaciosidad interior, en la que reconocemos nuestra identidad más profunda. Pero en esa misma práctica aprendemos que la Realidad entera participa de ese mismo movimiento respiratorio de recibirse y entregarse. Y lo que hacemos, aunque sea con distracciones, durante el tiempo de la práctica va a ir, progresivamente, "contagiando" el resto de nuestra vida y haciendo que vivamos cada vez más dentro de ese "movimiento trinitario". El Misterio de la Trinidad –como todo misterio, por lo demás- no quiere ser una "información" para nuestra mente, que rápidamente lo convierte en una creencia objetivada (y a Dios, en tres "objetos" separados), sino una evocación que busca trascender la mente y una invitación para vivir conscientemente conectados a la Entraña misma de lo Real, sin ningún tipo de separación. En esa conexión, se produce una experiencia unificadora: simultáneamente, nos anclamos en nuestra verdadera identidad, y nos sentimos unidos a todo lo que es. En la medida en que nos dejamos alcanzar por esa experiencia y vivimos conectados a ella, estamos participando conscientemente del Misterio de la Trinidad. Estamos habitados, o quizás mejor constituidos, por una espaciosidad interior, atemporal e ilimitada, a la que podemos acceder de una manera inmediata y directa. No necesitamos buscarla, porque ya la somos. No la podemos pensar ni delimitar porque no es un objeto mental. Y solo cuando la somos, la conocemos. Es en ella donde se abraza todo el misterio de lo Real. Al acceder a ella, reconocemos nuestra identidad profunda. No somos el yo que nuestra mente piensa –y que es únicamente una "idea del yo"-; no somos la suma de nuestros pensamientos, recuerdos, proyectos, sensaciones, sentimientos, deseos, necesidades, miedos, anhelos, aspiraciones... No somos el yo que "reacciona" según lo que le llega del exterior o desde el propio psiquismo. Somos aquella misma Espaciosidad, dentro de la cual todo lo que acabo de nombrar son solo objetos que contiene y a través de los cuales, en este momento, se expresa. Pero quería insistir en el hecho de que, si perdemos el contacto o bloqueamos esa espaciosidad con nuestras necesidades, nuestros miedos o nuestros pensamientos reductores, nos veremos encerrados en el laberinto de una falsa identidad, un auténtico callejón sin salida. Algo parecido ocurre cuando nombramos o nos referimos a esa Realidad como "Dios". Dios es el nombre que las religiones dan a esa Espaciosidad que nos habita y constituye, por lo que nuestro fondo último no es distinto del Principio divino. Ahora bien, si yo "ocupo" esa espaciosidad ilimitada con los nombres que mi mente le atribuye, con mis ideas o creencias religiosas en torno a Dios, y las absolutizo, puede suceder que mis palabras sobre Dios me impidan dejarle espacio. De ese modo, estaré tan lleno u "ocupado" por mis creencias que no dejaré espacio para que Dios sea en mí. Me habré quedado con la palabra "Dios" –e incluso podré creerme muy "religioso"-, pero habré desconectado de la experiencia. Creo que es esto lo que ocurre cuando personas religiosas hacen daño en nombre de Dios: no actúan desde Dios –aunque lo proclamen-, sino desde "su" idea o caricatura de Dios. Cuando dejamos a Dios ser Dios en nosotros, de ahí no puede brotar otra cosa que no sea unificación y unidad, ecuanimidad y bondad. En esa Espaciosidad interior que somos, nos reconocemos –junto con todos los seres- "bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Mateo lo percibió así, aunque lo restringió a un rito particular. Estar "bautizados" en la Trinidad no es otra cosa estar insertos en ese movimiento universal de interrelación de todo, regido por el Darse y Recibirse en permanencia. Es la Unidad a la que se refiere Jesús, como "En-manuel": "Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo". Todos estamos en todos, en la Espaciosidad una y compartida, en la que se desarrolla el despliegue trinitario. Y en esa Espaciosidad que somos, cada cual vamos encontrando nuestro camino, el camino inédito al que se refería el poeta León Felipe: "Nadie fue ayer ni va hoy, ni irá mañana hacia Dios por este mismo camino que yo voy. Para cada hombre guarda un rayo nuevo de luz el sol... y un camino virgen Dios".
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