Participé hace algunos años en un curso de oración y vida monástica para laicos y laicas. Durante tres días nos adentramos en un mundo que se parecía poco al de la vida diaria de los que asistíamos.
Las charlas impartidas por los monjes sobre la vida monástica, los salmos, la lectio divina, la liturgia de las Horas (Oficio Divino) y la espiritualidad y oración monásticas complementaban sabiamente la verdadera inmersión práctica en el silencio por los claustros, el trabajo asignado a cada participante en tareas diversas, la participación en las siete oraciones del horario monástico, la meditación y oración personal, la acogida entrañable de la comunidad monástica y el sentido comunitario que, aunque mínimo pues son pocos días, se va desarrollando entre los asistentes. Antes de que cada uno partiera para sus lugares de origen a retomar sus quehaceres cotidianos como laicos y laicas en el mundo exterior, se llevo a cabo la valoración del cursillo. Una persona comentó de forma muy sencilla lo siguiente: "Creo que no sé orar. Me cuesta ponerme en disposición y tomar postura, con la facilidad o normalidad que algunos habéis compartido. A mí eso me cuesta. Así que creo que no sé orar. Pero cada día cuando voy a tender la ropa recién sacada de la lavadora, según voy cogiendo las pinzas y colgándola en el tendedero, voy rezando alguna oración, acordándome de quienes necesitan ayuda o sufren alguna enfermedad, pidiendo por mis hijos y mis nietos, dando gracias por las cosas que me rodean, por las que me preocupan o me hacen sufrir a mí y a los demás". Ella creía que no sabía orar. Para mí fue un ejemplo de lo que tiene de sencillez la oración personal desarrollada en la vida de cada uno, en los momentos más insospechados; en la falta de tiempo o en el uso de un tiempo que puede parecer que no es tiempo de oración. ¿Cómo podía decir que no sabía orar cuando lo que nos contó tenía el matiz de excelencia de la oración insertada en la vida? Le dije que desde ese momento cada vez que tuviera que tender ropa, no sólo me acordaría de ella sino que su "Oración de las Pinzas" (título que le hizo sonreír) es ejemplo de que el espíritu de oración tiene muchas formas, se adapta a nuestros tiempos si el deseo de orar vive profundamente arraigado en lo hondo de la persona y clama a Dios diciéndole: "Abba" desde el silencio del corazón. Ya sea desde el monasterio o el tendedero; desde la cama del enfermo o la catedral; desde el semáforo camino del trabajo o rezando con el nieto "Jesusito de mi vida" mientras se queda dormido. (Dedicado a Consuelo, ahora buena amiga, que me enseñó la "Oración de las Pinzas")
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