El Papa presidió hace unos días, en Madrid, las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) un acontecimiento tan festejado por algunos como vilipendiado por otros, pero lo que a mi juicio faltó y hubiera sido deseable es una convocatoria que reuniese en una sola expresión esperanzada a los “indignados” españoles, decididos a luchar por un mundo mejor y a ese millón o más de jóvenes católicos cuyo norte no debiera diferenciarse demasiado del de aquellos.
Pero lamentablemente faltó grandeza tanto en quienes programaron y convalidaron ese multitudinario acto cristiano, a mi criterio, demasiado sectario, como en las palabras del Papa cuya homilía final acentuó algunos aspectos mucho más próximos al individualismo que al verdadero sentido solidario y comunitario que hubiera sido mínimamente de esperar en su homilía final. Habló así de alegría, lo que no está mal, del misterio de la persona de Cristo, que seguramente compartimos, habló del don de la fe, dirigiéndose por lo tanto solo a los creyentes, de la relación personal con Él siguiendo la tradicional convicción de que el ser humano se salva individualmente y no con “el otro” y por “el otro”, instando al seguimiento de Jesús en razón de esa fe pero sin referirla a la aceptación y sobre todo a la puesta en práctica de sus enseñanzas, sino fundándola sobre criterios que están más cerca del misticismo o de la obtención de beneficios espirituales personales que de los avatares cotidianos y de los problemas de nuestro tiempo. Habló de confianza, de fuerza sin especificar tampoco dónde, cuándo y en qué sentido ejercerlas, afirmando en cambio que la Iglesia “no es una simple institución humana, como otra cualquiera sino que está estrechamente unida a Dios” como si de ello se desprendiera la ancestralmente proclamada infalibilidad papal, proclamando al mismo tiempo la necesidad de poner a Dios en el centro de la vida pero sin citar la famosa frase de San Agustín “ama y haz lo que quieras” que para mí es mucho más abarcativa, le da verdadero sentido y constituye la más genuina manifestación de fe. Una fe que debería manifestarse en las conductas, en la praxis cotidiana, en el trabajo, en la política, en la docencia, pero no he encontrado ni siquiera una leve insinuación a desarrollar acciones que diferencien a los cristianos de los que no tienen ese “don de la fe” para dar verdadero testimonio de cristianismo. Rechazó, es cierto, “la mentalidad individualista” pero mencionó el apoyo mutuo entre quienes comparten la misma fe, para sugerir luego una especie de individualismo comunitario, centrado en las prácticas litúrgicas y sacramentales y en la inserción casi excluyente de los jóvenes en actividades parroquiales, sin recordar que es en el seno de la sociedad laica en el que los cristianos deberíamos ser fermento y ejemplo, aunque -nobleza obliga-, no dejó de mencionar, a mi juicio un poco tibiamente, que se debe dar “testimonios de fe en los más diversos ambientes”. Pero fue precisamente a ese final en que se regocijó por la presencia de tantos jóvenes de los cinco continentes al que le faltaron mayores y más esperanzadores estímulos sobre la necesidad de trabajar mancomuna-damente con creyentes y no creyentes, por una sociedad más justa, por generar los cambios que el mundo pide a gritos, por el respeto a los otros de cualquier origen, condición y religión y al planeta en que vivimos… Aludió a la necesidad de ser “discípulos y misioneros de Cristo en otras tierras y países donde hay multitud de jóvenes que aspiran a cosas más grandes” con un nivel de vaguedad que tienta preguntarse con un dejo de ironía: ¿qué cosas más grandes? ¿casas más grandes, autos más grandes, fortunas más grandes? ¿Por qué no puede el papa hablar de la crisis por la que como dice Leonardo Boff: “crecerán en todo el mundo las multitudes que no aguanten más las consecuencias de la super explotación de sus vidas y de la vida de la Tierra (…) y se rebelen contra este sistema económico que castiga a la madre Tierra y aflige a sus hijos e hijas”? ¿Por qué no habló de la pobreza, del hambre, de las guerras, de las injusticias? ¿por qué no le dijo a esa juventud y a todas las juventudes del mundo que -como dice José Arregi- “creer en Dios es creer que otro mundo es posible y querer construirlo”. ¿Cómo no les recordó que Cristo no se encarnó vanamente sino que vino a dejarnos la esperanza de que con su Palabra podemos lograr el milagro de transformarnos en una sociedad más justa, más solidaria, más humana? En síntesis, una oportunidad desaprovechada, una reiteración de expresiones religiosas que han perdido, si alguna vez la tuvieron, su profundidad y su capacidad de convicción. Una vez más creo que las revoluciones hay que hacerlas en nuestro propio espíritu, en nuestras rutinas, en nuestras conductas. Y que si la Iglesia no ayuda, haciéndose eco del dolor de los pueblos, mostrando su compasión en el nombre de esa fe que proclama, y una auténtica vocación por estimular la búsqueda de nuevos caminos que permitan superar las adversas condiciones en que sobreviven o mueren millones de seres humanos en el planeta, pocas esperanzas me quedan de poder seguir soñando un mejor porvenir.
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