Los saduceos conformaban la élite económica, social y religiosa de la sociedad judía en tiempos de Jesús. Colaboracionistas con los romanos y estrictamente conservadores en lo religioso, únicamente aceptaban, como Libro Sagrado, el Pentateuco, los cinco grandes libros de la Torá.
En los relatos evangélicos apenas se narran encuentros de los saduceos con Jesús, lo cual no sorprende si tenemos en cuenta que se movían en dos ámbitos radicalmente diferentes: el del poder y el de la marginalidad. Aparecerán al final, decidiendo la condena de Jesús. A diferencia de los fariseos, este grupo no creía en la resurrección. Quizás porque, como decía aquel chiste, no podían imaginar que existiera una vida mejor de la que llevaban. El caso es que, según el presente relato –que recogen los tres evangelios sinópticos-, un grupo de saduceos se acercan a Jesús, ironizando precisamente sobre el tema de la resurrección. Así, le plantean un caso hipotético de varios hermanos que, sucesivamente, y de acuerdo con la ley del levirato (Deut 25,5-6), van desposando a la misma mujer. Con ese caso, queda claro que su intención es llevar el debate sobre la resurrección al absurdo. Parecen no ver que el absurdo consiste precisamente en imaginar el más allá de la muerte con las categorías que ahora nos son habituales. Sería algo similar a querer imaginar la vida de vigilia mientras estamos dormidos. A eso mismo parecen apuntar las palabras de Jesús: por un lado, las cosas no son como las vivimos aquí; por otro, la afirmación básica recalca que Dios es Vida. A partir de ahí, el modo quizás menos inadecuado de percibir la muerte es verla como un despertar. Así como, al salir del sueño, emerge una nueva identidad, muy distinta al sujeto onírico, al morir amanecemos a nuestra identidad más profunda, en la que el ego encuentra también su final. No porque muera, sino porque se descubre que nunca había existido, salvo en nuestra propia mente. Quienes han vivido una "experiencia cercana a la muerte" (ECM) hablan, aunque los matices sean diferentes, de una "expansión de la conciencia", en un estado en el que todo se percibe de un modo radicalmente nuevo. Nuestras ideas mentales del tiempo, del espacio, de la separación y la dualidad parece que se desvanecen por completo. Se percibe la existencia como una representación que, vista desde esa perspectiva, sucede admirablemente: todo tiene su porqué y todo, al final, termina bien. Al referirse a la muerte, Jesús habla de "sueño" o de "paso". En la misma línea, los místicos sufíes han enseñado que mientras vivimos, estamos dormidos, y cuando morimos, despertamos. ¿Hacia dónde es el "paso"? ¿A qué "despertamos"? Indudablemente a la Vida: a lo que siempre hemos sido y somos, aunque no lo hubiéramos visto antes. Por eso precisamente no se trata de "lograr" nada que no tuviéramos, sino de caer en la cuenta –otro modo de nombrar el despertar- de lo que somos. Morir es el proceso por el que nos "reintegramos" en la Vida que siempre hemos sido. Con el término Vida, aludimos a la misma Realidad que las religiones nombran como "Dios". Si quitamos las proyecciones antropomórficas que nuestra mente tiende a hacer, bien puede decirse que todos morimos hacia el interior de Dios. Pero sin ninguna dualidad. No hay ningún dios separado. La Vida –Dios- no es sino la cara invisible de toda esta realidad manifiesta. Mientras permanecemos reducidos a la mente, hemos de ver todo forzosamente separado, proyectando un cielo a medida de nuestras experiencias, y un dios a medida de nuestras ideas sobre las personas. Al despertar, descubrimos lo que siempre habíamos sido –uno con todo- y que habíamos olvidado. Podemos decir, con razón, tomando prestado el título de uno de los libros de Elisabeth Kübler-Ross, que "la muerte es un amanecer".
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