En mi propia tierra, unos 50 años atrás, la práctica religiosa alcanzaba casi el 100%, pero hoy en día bajó de más de un 90%, y la Iglesia no tiene más remedio que poner en venta una gran cantidad de templos. En esas circunstancias, hablar todavía de la necesidad de la misión en tierras extranjeras podría dar la impresión de que uno está realmente en la luna. Más aún cuando uno se entera de que a la misión, en ciertos medios, se la cuestiona cada vez más como un paternalismo alienante o como una especie de militantismo de vanguardia del imperialismo cultural y económico de Occidente...
Y sin embargo seguimos insistiendo. No aflojamos. La moderna crítica de la misión es esclarecedora, pero no es privilegio de ateos ni de anticlericales. También existe en la Iglesia y entre los mismos misioneros gente consciente. Como en todas partes, desde luego, no faltan los dinosaurios, pero también existen pensadores esclarecidos y honestos. Al lado de la monja que, fiel a las consignas de los "civilizadores", lavaba con jabón la boca de los indiecitos del pensionado cuando los sorprendía hablando en su propia lengua, ha habido montones de sacerdotes, de hermanos, de religiosas que han estudiado las lenguas de esos pueblos, las han conservado, han confeccionado diccionarios... ¿Para avasallarlos o asimilarlos mejor? En muchos casos sí, y en otros, puede ser que no. Los misioneros aprendían las lenguas indígenas para comunicar con los pueblos y transmitirles el mensaje, los valores y el Evangelio de la Iglesia... Pero es cierto que a veces a los misioneros se les fue la mano, y por arrancar la mala hierba, arrancaron también el grano bueno; sembrando excelentes valores, sembraron, sin quererlo, gérmenes mortales en las culturas indígenas. Pero a pesar de todos los errores, las torpezas, las equivocaciones y los excesos de celo, no se cuentan los misioneros que, más allá de las palabras, de los diccionarios y de ciertas posturas aberrantes, han dejado un imborrable testimonio de profunda humanidad: han amado entrañablemente a los pueblos que fueron a evangelizar, y muchas veces hasta dar la vida por ellos. Si, en territorios de misión, se dio el caso extremo de que unas gentes se comieran el corazón de un misionero, no fue necesariamente porque les gustaba la carne del enemigo, sino porque anhelaban, por ese medio, lograr para sí mismos un corazón bueno y fuerte como el del misionero. Lo que los misioneros hicieron y lo que continúan haciendo tiene un precio inestimable para la humanidad. En nuestras culturas, y en nuestras Iglesias moribundas o repletas de vida, muestran un camino, el camino hacia el Otro. A menudo lo hacen detrás de los exploradores, de los etnólogos, de los comerciantes o aún de los invasores, pero las más de las veces lo hacen mucho antes que estos últimos, y a menudo a pesar de ellos. En fin, en la obra misionera hay héroes, mediocres y deficientes, pero los buenos son los más. Sin lugar a duda.
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