La cristiandad es una larga época de la historia donde la cultura asimiló los rasgos de la religiosidad cristiana. Un tiempo donde todo parecía impregnado por las formalidades religiosas: la educación, la salud, la política, la defensa, el arte, la ciencia, las costumbres, todo remitía a Dios, hasta los cementerios. La inmanencia cristiana se expresaba, en última instancia, en la Ley civil, quedando normada y condicionada la convivencia social por la creencia. La fe, como un elemento determinante de la cultura, establecía que muchos pecados fueran también penalizados por la ley. En definitiva, todo ayudaba a la fe, y podría suponerse que con ello era más fácil creer.
Con la ilustración comienzan a minarse las bases de la cristiandad. El paulatino y creciente proceso de secularización resulta determinante para provocar su inevitable muerte. La era postmoderna ha sido testigo de este acontecimiento. Sin embargo, quedan nostalgias de ese tiempo, que se reavivan esporádicamente como estertores de una resistida pérdida. Como vestigio, las estrofas de un hermoso canto religioso revelan esas añoranzas: "A Dios queremos en nuestras leyes, en las escuelas y en el hogar." En el presente, a diferencia de la cristiandad, todo remite a una suerte de ausencia de Dios. Así, la fe se vive, no sólo a la intemperie, sino también en un contexto de adversidad cultural. Las creencias ceden a la espiritualidad; las costumbres a las convicciones; los comportamientos gregarios a los actos personales; la obligación a la libertad; el temor a la Ley a la actuación en conciencia. En resumen, todo remite a un contexto de vuelta a un ambiente de mayor libertad humana. Al respecto, es interesante contemplar con perspectiva histórica la evolución de la vida cristiana. En sus orígenes, a los primeros cristianos les cupo la compleja tarea de vivir sus convicciones con la Ley civil en contra, tanto que la rudeza del imperio romano fue implacable con ellos. Sólo la Ley de Dios, impresa en la conciencia cristiana, guió la vida y la conducta de los primeros seguidores de Jesucristo por algunos siglos. Con el establecimiento de la cristiandad, la sociedad incorporó en la legislación civil los preceptos y obligaciones morales de la Ley de Dios. Con ello, el Dios de los cristianos se impuso a la cultura con la fuerza de la Ley; de manera que la libertad humana quedaba como reprimida por el imperio de lo legal. En el presente, parece configurarse un escenario como el que vivieron las primeras comunidades, con un entorno cultural desfavorable, donde la Ley civil garantiza mayores grados de libertad a los hombres y mujeres. En el Chile de hoy el país se ve tensionado fuertemente por un conjunto de reformas, particularmente ante la posibilidad de legislar en materia de aborto terapéutico para tres condiciones específicas, como son los casos de riesgo de vida de la madre, violación e inviabilidad del feto. Se han encendido los ánimos con reacciones destempladas, donde se impone un leguaje degradante, combativo y acusador. Las voces católicas de múltiples actores contradicen la serenidad del Evangelio. Los espíritus confrontados se dividen peligrosamente entre quienes creen defender los derechos de la madre, contra los que creen defender los derechos del hijo inocente. Como propio de un diálogo de sordos, se mezclan casuísticas y dogmas, recreando una verdadera Torre de Babel. Como en la cristiandad, prima entre los creyentes la intención de imponer el Evangelio a toda la sociedad, algo simplemente imposible en el mundo actual. Desde el ámbito católico se impone una visión unilateral. Mucho clero y una multitud de laicos, incluidas las universidades católicas, silencian su conciencia ante el riesgo de ser gravemente acusados de laxismo moral y de espíritu herético. Queda en evidencia una triste falta de libertad. ¿Qué gobierna la actuación del cristiano en el entorno social? Mientras algunos buscan imponer por la fuerza de la Ley el comportamiento social de las personas, olvidan que para el cristiano no es la Ley civil lo que condiciona la conducta, sino la Ley Moral que Dios escribe en el corazón de sus hijos e hijas. Luego la conducta cristiana queda remitida a la voz de la conciencia, que es ese "lugar sagrado que Dios se reserva en el corazón del hombre y de la mujer para invitarlo a hacer el bien y evitar el mal" (Gaudium et spes 16). Es ahí, en la soledad y sacralidad de la conciencia, donde se encuentran la voluntad humana con Dios, donde se resuelve la actuación personal. Es en ese espacio, dónde sólo Dios tiene cabida, y donde nadie de naturaleza humana tiene derecho a entrar, ni el Papa, ni los cardenales, ni los obispos, ni nadie; porque quien lo haga cae en el grave delito moral de "violar la conciencia ajena". Éste es el principio universal que forma parte del magisterio moral de nuestra Iglesia. Éste es el terreno que indebida y sistemáticamente fue vulnerado en la cristiandad y que con nostalgia se intenta re-imponer en una época en que no cabe sino, el respeto a la conciencia humana. Sí es terreno de la Iglesia ayudar a formar la conciencia cristiana, para que llegado el momento solemne de la acción cristiana, ésta sea una verdadera "actuación en conciencia". Cualquier otra acción persuasiva constituiría un inaceptable intento de "gobernar la conciencia ajena". Luego, los católicos del presente tendremos que aprender a vivir adultamente las convicciones cristianas con heroísmo, en una sociedad más abierta y plural que otorga mayores grados de libertad moral a la actuación humana. Los primeros cristianos, menos instruidos pero más coherentes, aprendieron a vivir sus convicción aun a costa del martirio; un martirio que terminó por doblegar la conciencia de los paganos, no por la imposición sino por la radicalidad de su testimonio.
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