Si hubiera que elegir una palabra desde la que leer este relato, esa palabra sería "abismo". Y si hubiera que nombrar la actitud denunciada en el mismo, esa sería "indiferencia".
El abismo es el que causa el dolor de Lázaro, y el abismo es el que provoca el dolor del rico. En los dos "cuadros" de la parábola –simbolizados en el antes y el después de la muerte-, se subraya con intensidad la fractura como el motivo del mal. Ahora bien, esa fractura no es casual, ni es provocada por Dios, que castigaría al rico por toda la eternidad. Está causada por la indiferencia del propio rico que, en su ceguera, no "ve" al pobre tirado en su puerta. La indiferencia es, antes que nada, ceguera, porque es inconsciencia. Ciertamente, constituye un mecanismo de defensa, con el que nos blindamos ante la necesidad y el dolor ajenos –"ojos que no ven, corazón que no siente"-, pero, en último término, nace de no "saber" que el otro es no-separado de mí. Y que tanto el daño que le hago, como el bien que dejo de hacerle, me lo estoy haciendo a mí mismo. Por eso, el rico recibe exactamente lo mismo que da. La parábola nos hace ver también que esa inconsciencia es tan profunda que no se remedia ni aunque veamos que un muerto resucita. Porque incluso para eso encontraríamos una "explicación" que nos permitiera seguir adormecidos en el bienestar de nuestro ego. Lo único que nos sacará de ella es la sabiduría –eso significa la expresión "Moisés y los profetas", según el modo judío de designar a sus Libros sagrados-, es decir, ese "otro" modo de ver, que nos lleva a reconocer que no somos el ego fracturador que únicamente piensa en sí mismo y en sus intereses, sino la Consciencia única que todos compartimos. Tampoco es extraño que el evangelio denuncie, por encima de todo, la indiferencia, como la actitud más negativa. Es del todo coherente si tenemos en cuenta que la indiferencia es justo lo opuesto a la compasión, que constituye el núcleo del mensaje de Jesús. La compasión nos hace vibrar "en las entrañas" ante el dolor –ajeno y propio-, y nos mueve a darle una respuesta eficaz. La indiferencia nos adormece en el pequeño refugio del ego. Sin embargo, también aquí, carece de sentido hacer una lectura en clave "moralizante". Los neurocientíficos nos recuerdan que ese mecanismo defensivo tiene mucho que ver con el cerebro y con nuestras experiencias infantiles. Explican que, en casos de apego no seguro –inseguro, ambivalente, evitador-, no suele haber momentos de resonancia que creen un «nosotros». "Cuando mis circuitos de resonancia se activan puedo sentir lo que siente otra persona... Sin embargo, si no me puedo identificar con nadie, esos circuitos de resonancia se acabarán apagando. Veré a los demás como objetos, como «ellos» y no como «nosotros»"(D. SIEGEL, Mindsight. La nueva ciencia de la transformación personal, Paidós, Barcelona 2011, p.332). Cuando, por determinadas carencias emocionales, esos circuitos se han apagado, aquellas capacidades de empatía y de compasión pueden quedar mermadas o incluso sofocadas. Todo tendrá que empezar, por tanto, por una aceptación de lo que vivimos para, a partir de ahí, crecer en consciencia y, en último término, en compasión.
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