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La Iglesia y la coca-cola por: José María Díez Alegría, teólogo

8/15/2010

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Estamos reproduciendo varios fragmentos tomados de “Teología en serio y en broma”, en homenaje a José María Díez Alegría. Está escrito hace treinta y cinco años, lo que nos permite asombrarnos de la lucidez y el sentido profético de este hombre.

Y, sin embargo, la realidad a que ha conducido la platonización de la iglesia, es tan prosaica como la fabricación de la coca-cola.

Me explicaré.

La platonización idealista de la iglesia, el secuestro de Jesús por los jerarcas, que se han puesto entre Él y el pueblo, ocultándolo más o menos, y el consiguiente autoritarismo de esos hombres del «establecimiento» eclesiástico, han dado al tras te con la comunidad eclesial.

El moderno mundo capitalista está lejos de la poesía de Platón. Su idealismo, o sea su superestructura conceptual, no se plasma en la suprema idea del bien, sino en la Sociedad Anónima por acciones.

Y la iglesia, bajo la cobertura de un etéreo abstraccionismo, ha ido a parar, estruc- turalmente hablando, en una cosa muy parecida a una empresa anónima de pro-ducción y distribución de artículos de dietética religiosa. Una especie de fábrica de coca-cola espiritual.

Una empresa anónima, una razón social que no se identifica con ninguna persona de carne y hueso. Y con eso la «responsabilidad limitada». Se pueden cometer atro pellos. Pero no responde nadie. Es «la empresa». (Es la iglesia: si Vd. es buen cris- tiano, debe callar; contra la iglesia no se puede decir nada).

El presidente de la empresa. Los altos ejecutivos. Los empleados y empleadas. Y el público, que es el consumidor. Y que, para la empresa, sólo tiene esa función: ser cliente.

El consumo es individualista; se va al comulgatorio como a la barra del bar. Yo voy a hacer mi consumición. Y el de al lado va a hacer la suya. Y cada uno a su casa.

Esto no es ninguna caricatura. Es un esquema sociológico que sirve lo mismo para la empresa de coca-cola que para la iglesia católica, Ciertamente hay en esto un humorismo esperpéntico. Pero no es literario. Viene de la realidad.

El papa dirige. Los obispos son jefes de departamento. Los curas y monjas fabrican sacramentos, catequesis, liturgias. Y el público de fieles consume. No hace más que recibir. Consumir. Los locales son públicos. Se entra a ellos como al cine o al bar. Individualmente, a recibir el servicio, la consumición.

Y no existe la comunidad eclesial sino la empresa eclesial de servicios, de suminis- tro de celestiales ultramarinos. Y luego el público, la clientela.

Y la clientela está fuera de la empresa.

Esto es de tal manera contrario a la esencia de la iglesia, que es comunidad de creyentes, que nos deja perplejos. Es una tragicomedia, como «La Celestina».

La iglesia es hoy, con apabullante realidad, una criatura con la cabeza en el suelo y los pies por el aire.

No hay nada que hacer, mientras no ponga los pies en el suelo y se apoye en ellos.

Los pies son la comunidad de creyentes. Creyentes con fe personal, que es una opción esencial de cada uno, y nada menos que una «gracia», una revelación del Espíritu en cada uno.

¿Pero cómo darle esta vuelta de campana, sobre todo teniendo en cuenta que se ha convertido en una armadura pesadísima, con una cabeza muy caliente y unos pies muy fríos? (Fríos no por culpa de ellos, sino porque la cabeza los puso hace mucho tiempo en hibernación).

Con todas las dificultades y las ambigüedades que se quiera, el porvenir está en verdaderas comunidades de base. Y en que el «ministerio» sea servicio de la comu nidad, apoyado en ella y viviendo de ella. La comunidad está a la base del ministe-rio. Y no al revés.

El primer paso sería renunciar al autoritarismo de los «hombres de iglesia», sobre todo de los más altos.

Pero es éste un hueso duro de roer. No es blando y dulce como los «huesos de san to».

Quizá estamos en una época en que hay que ir adelante con una gran libertad inte rior, recordando que donde están dos o tres reunidos en nombre de Jesús, allí está Jesús en medio de ellos.

Y procurando ser pacientes con todos, como Pablo recomendaba a los fíeles de Te-salónica; o, como les decía a los romanos, en su carta: «en lo posible, y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rom 12, 18).

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