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La Iglesia que queremos por:  Mariano Martínez Dueñas

10/1/2012

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El testimonio de vida, los escritos y la partida hace un mes del que fue arzobispo de Milán durante 22 años y cardenal Carlo María Martini son una buena oportunidad para que los creyentes en Jesús reflexionemos sobre la relación entre la fe y la Iglesia. Al mencionar el término “Iglesia” no me refiero solo a la “católica” ni a las que tienen mayor número de bautizados, seguidores o adeptos, sino a todas aquellas que tienen su origen en Jesús de Nazaret y lo reconocen como hijo de Dios.

Martini fue un excelente pastor de la Iglesia de Milán. Fue también el hombre que cultivó el diálogo con otros intelectuales, como el agnóstico Umberto Ecco. Al día siguiente de su muerte, el diario Corriere della Sera de Milán publicó una entrevista hecha a Martini pocos días antes, en la que se lamentaba de que la Iglesia se hubiera quedado atrasada por 200 años. Y se preguntaba: “¿Cómo puede ser que no se mueva? ¿Tenemos miedo? ¿Miedo en lugar de coraje? Sin embargo, la fe es el fundamento de la Iglesia”.

Probablemente ninguna religión ha tenido a lo largo de la historia tantas discrepancias, derivaciones, escisiones, rupturas y excomuniones como la Iglesia católica. La primera discrepancia surge hacia el año 50 cuando algunos discípulos que predicaban el evangelio a los gentiles en Antioquía exigían como condición para el bautismo que antes pasaran por el rito de la circuncisión, propio de los judíos. Después de largas discusiones, en el concilio de los apóstoles de Jerusalén Pedro zanjó la controversia a favor de la tesis de Pablo y Bernabé con estas palabras: “¿Por qué tentáis a Dios queriendo poner sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar?” (Hechos 15,10)

Ignacio de Antioquía fue el primero en designar a la Iglesia fundada por Jesús como “católica”, abierta a todas las gentes, pueblos y naciones. El apelativo “apostólica” le viene de tener su fundamento en los apóstoles y sus sucesores, y el de “romana”, por haber sido Pedro el primer obispo de Roma. Gracias a esta Iglesia ha llegado el mensaje de Jesús hasta nuestros días, pero eso no significa que tenga que seguir organizada como ha llegado hasta nosotros. Fue fundada por Cristo, pero como otras instituciones formadas por hombres de carne y hueso, tiende a atrofiarse, anquilosarse y detenerse en su desarrollo a lo largo del tiempo.

El cardenal Martini, que estuvo a punto de ser elegido Papa en el último cónclave, tuvo la audacia de decir al mundo no sólo que la Iglesia debe cambiar, sino que ese cambio es necesario, urgente y radical. “La Iglesia debe reconocer los errores propios y debe seguir un cambio radical, empezando por el Papa y los obispos”. Palabras proféticas que, como siempre, resultan molestas para algunos.

Un cambio “radical” significa que se hace “desde la raíz”, sin limitaciones o paliativos, teniendo como referente único a Jesús de Nazaret. Martini hizo una propuesta concreta, que podría servir de pauta para esa Iglesia renovada: aconsejó al Papa y a los obispos que busquen doce personas fuera de lo común para los puestos de dirección, que estén cerca de los pobres, rodeados de jóvenes y que experimenten cosas nuevas.

Pensemos en algunas “cosas nuevas” que se podrían experimentar: renunciar a que el Papa sea jefe de un Estado; suprimir el Estado Vaticano y los cargos de poder, como cardenales, secretarios, comisiones pontificias, guardia suiza y nunciaturas en los países; destinar a obras sociales las riquezas y bienes acumulados; desactivar el Banco Ambrosiano y dedicar sus recursos a proyectos de desarrollo; cambiar los signos de riqueza y los ropajes en technicolor por la sencillez; adoptar formas de vida cercanas a las del común de los mortales. El sucesor de Pedro -elegido por los obispos- y sus colaboradores más cercanos podrían tener en Roma una residencia funcional, desde la cual viajarían con frecuencia para visitar y animar a las comunidades nacionales alrededor del mundo. Pero para hacer esos cambios hay que perder el miedo.

El nombramiento de obispos podría hacerse escuchando la opinión de los sacerdotes y laicos de cada diócesis, teniendo en cuenta la recomendación del apóstol Pablo a Timoteo: “Es necesario que no se pueda reprochar nada al obispo. Marido de una sola mujer, hombre serio, juicioso, de buenos modales, que fácilmente reciba en su casa y sea capaz de enseñar. Ni bebedor ni peleador, sino indulgente, amigo de la paz y desinteresado del dinero. Un hombre que sepa dirigir su propia casa y que sus hijos le obedecen y respetan… (1 Tim 3,2-4). Su forma de vida no debería ser muy diferente a la del promedio de sus fieles. Por lo tanto, los palacios episcopales dejarían de ser lujosas residencias y podrían cumplir funciones pastorales o sociales. Para hacer estos cambios solo se requieren obispos con coraje.

Pero la Iglesia es principalmente el pueblo de Dios, la comunidad de los creyentes en Jesús. Ellos deberían ser los que, de entre sus fieles, propongan al obispo quiénes quieren que sean sus pastores -célibes o casados, hombres o mujeres- preferiblemente con un oficio o profesión que les permita tener independencia económica y que, junto con los laicos más comprometidos, estén dispuestos a dedicar parte de su tiempo a la comunidad.

Esto es mucho más sencillo que el tinglado que se ha ido montando a lo largo de los siglos. Para desmontarlo hacen falta las tres condiciones a que aludía el cardenal Martini: dejar de lado el miedo, armarse de coraje y tener fe. ¿Es pedir demasiado?

Por encima de las estadísticas oficiales, hay cada vez más creyentes que deseamos un cambio en las iglesias cristianas. La Iglesia católica, que algún día no lejano tendrá que elegir un nuevo Papa, debería escuchar la voz profética de Carlo María Martini y prepararse para hacer los cambios radicales que permitan acercarla a la que fundó Jesús de Nazaret. Seguramente muchas personas que se han ido alejando de ella quieran volver a compartir su fe en Jesús en una comunidad que los acoge con amor y les aporta razones para luchar por un mundo más justo y fraterno.

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