Lo ha dicho el Papa Francisco: "la Iglesia es femenina". Y eso que los que siguen las reformas de este gran pastor afirman que no es precisamente en este campo donde más avances se han producido durante su pontificado. Se han dado algunos pasos pero con un andar más despacio que en otras realidades. La situación eclesial de la mujer no es evangélica si lo pensamos honestamente, es decir, poniendo el acento en cómo Jesús les trataba, sin considerarles en minoría de edad eclesial y después de tantos siglos desdichados para ellas en todos los órdenes, no solo dentro de la Iglesia. Todavía no pueden ser ordenadas sino que sufren el ninguneo como mujeres en la participación en las responsabilidades de la Iglesia. El suplemento Mujeres Iglesia Mundo de L'Osservatore Romano (marzo 2018) publica la denuncia de "la explotación generalizada de las monjas con trabajos sin paga o sueldos muy bajos", reclamando que la jerarquía eclesiástica debería dejar de tratarlas como simples sirvientes.
¿Sólo han existido cuatro mujeres con méritos -y ninguna laica- en la historia de la Iglesia para ser declaradas doctoras? Además de constatar la presencia única de los varones en las demás instituciones eclesiales o ministerios eclesiásticos (cardenalato, episcopado, sacerdocio, diaconado...). Las monjas y religiosas son mujeres que se han consagrado a vivir radicalmente el testimonio evangélico y sin embargo, con el Código de Derecho Canónico en la mano, su discriminación es más grave que la de las mujeres laicas. El 22 de julio de 2017, el Vaticano dio licencia a la hermana Pierrette Thiffault para celebrar una boda en una diócesis de Quebec, debido a la escasez de sacerdotes forzando el capítulo V del Código de Derecho Canónico que afirma lo siguiente: “Donde no haya sacerdotes, ni diáconos, el obispo diocesano, previo voto favorable de la Conferencia Episcopal y obtenida licencia de la Santa Sede, puede delegar a laicos para que asistan a los matrimonios”. Y en otro lugar se afirma que el obispo y el párroco pueden delegar en sacerdotes y en diáconos la facultad de asistir a los matrimonios; pero en ninguno canon se menciona a las religiosas ni a las monjas. Quizá la verdadera razón la da Dolores Aleixandre: existe un temor en la Conferencia Episcopal, como si cualquier mujer que defiende sus derechos estuviera reclamando la ordenación. Pero no se trata de eso, sino de que el Evangelio empuja de abajo a arriba, porque habla de una comunidad circular en la que alguien tiene la presidencia, pero en la que todos somos hermanos y hermanas. Me pregunto por qué tenemos tanto miedo al sueño fraterno de Jesús; creo que tenemos mucha confusión entre autoridad y poder. Y a pesar de todo, la mayor parte de quienes asisten a los actos religiosos son laicas mientras los que tienen responsabilidades en la Iglesia son varones. Francisco está impulsando una presencia mayor de seglares en la curia romana pero su reforma se enfrenta a una desigualdad poco acorde con los tiempos e injustificable por la esencia de los textos evangélicos. La Iglesia es femenina, sí, aunque de momento solo en el género sustantivo gramatical. Toda la Iglesia necesita incorporar las aportaciones de mujeres a la experiencia comunitaria cristiana; no es un problema de laica o consagrada, sino de estatus de dignidad personal como seguidoras de Cristo. Las monjas de Estados Unidos, por ejemplo, llevan años en el ojo del huracán de la Curia romana pidiendo una Iglesia que no discrimine a las mujeres, las que han seguido a Jesús desde Galilea (Mc 15,41; Mt 27,55), algo que confirma Lucas (8,1-3) con otras fuentes. Ellas fueron las que recibieron la noticia de la Resurrección. Por tanto podemos creer que han acompañado a Jesús en su predicación del reino, aceptando su misma vida desinstalada, asistiendo a su enseñanza y a sus curaciones, No le abandonan cuando está en la cruz y fueron las testigos del Resucitado. Aun sin ser mencionadas explícitamente, algo propio del lenguaje inclusivo, estas mujeres están presentes en el grupo de discípulos reunidos a los que el Resucitado confía la misión y entrega el Espíritu. En cuanto a Pablo, se encuentra a cristianas en sus lugares de misión y él las respeta, a la vez que reconoce y admira su labor. Pablo defiende el matrimonio ante las posturas ascéticas que comenzaban a surgir (1 Cor 7,5) y lo concibe como una relación de reciprocidad e igualdad entre varón y mujer, haciéndose eco de las tradiciones de Jesús (1 Cor). Pablo menciona a Febe, a quien llama "diácono" o "presidente" de la ecclesia (Rom 16,15). "Ya no hay hombre ni mujer..." (Gal 3, 28). Por los escritos extracanónicos y por los Hechos apócrifos de los apóstoles, se puede ver la resistencia que pusieron las mujeres para no perder protagonismo, sobre todo en Asia Menor ante el movimiento general de patriarcalismo que se dio en la Iglesia. Cuando a las casadas se las sometió al marido, optaron por permanecer célibes, lo que les daba una mayor posibilidad de participación eclesial. Sin embargo, muy pronto también estos grupos de mujeres célibes fueron controlados por varones. No se puede encontrar en boca de Jesús un dicho o palabra que minusvalore o justifique la subordinación de la mujer. El comportamiento patriarcal de la Iglesia posterior con la mujer no pudo basarse ni en Jesús ni en su actitud sino en razones más humanas Sin embargo, la Carta Apostólica Ordinatio Sacerdotalis de Juan Pablo II afirma que "este tema atañe a la misma constitución divina de la Iglesia", que "la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que este dictamen debe ser considerado como definitivo". Pero no es dogma de fe. El biblista Xabier Pikaza es claro: Jesús no quiso algo especial para las mujeres. Quiso para ellas lo mismo que para los varones. La singularidad de la visión de Jesús sobre las mujeres es la "falta de singularidad": no buscó un lugar especial para ellas, sino el mismo lugar de todos, es decir, el de los hijos de Dios.
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