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La Iglesia de la armadura oxidada por: Vicente Martínez

10/6/2011

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Como el héroe de El Caballero de la Armadura Oxidada, el cristianismo de primera generación era “bueno, generoso y amoroso”. Un cristianismo de hondas raíces bíblicas (el Nuevo Testamento se construye en un diálogo, a menudo conflictivo, con el Antiguo: “Se ha dicho…, pero yo os digo…” ), aunque pletóricas de la nueva savia doctrinal y, sobre todo, de la vida de Jesús.

Doctrina y vida inscritas en un contexto histórico-geográfico preciso, manifestación de una cultura, de una política, de unos géneros literarios y de una mentalidad psicosocial y religiosa claramente determinados por la época.

Pero también como el protagonista de la obra de Fisher, la Iglesia (ecclesia, inicialmente “comunidad de los llamados”) se centra prioritariamente en lo significante, el andamio –la armadura- de una paralizante ideología que impide percibir lo significado: el hombre plenamente humano.

“Con el tiempo el caballero se enamoró hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y, a menudo, para dormir. Luego ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a poco, su familia fue olvidando qué aspecto tenía sin ella”.

Y poco a poco también el caballero y la Iglesia –ambos sumamente egocéntricos- dejaron de comprender y valorar en profundidad su pristinidad hasta acabar perdiendo uno y otra el significado de las cosas, de las personas y, consecuencia de ello, el de sí mismos.

Y así durante veinte siglos de navegación a la deriva acumulando lastre y adicionando inútiles y onerosos cascos hasta hacer del original una gigantesca matriusca sin otro valor añadido que la pérdida del sentido del viaje para los pasajeros. Cuando lo pertinente y sensato hubiera sido retornar simbólicamente a puerto para someterse a periódicas revisiones.  

¿En qué protocolo está escrito que la nave de Pedro (¿y por qué de Pedro?) no precisa como cualquier otro medio de transporte -máxime por su condición de público- hacerlo? ¿Porque es de origen divino? ¿Y desde cuándo Dios es armador?

Que nadie se extrañe, pues, si el pasaje va perdiendo confianza en un buque sin tecnologías de última generación, con una tripulación –incluido su capitán- anclada en una teología de diseño cultural agrario.

Quizás entre los pasajeros –y todos debieran ser exclusivamente pasajeros, pues así figura en el boceto original- se esté produciendo el más grande de los motines de la historia. Resuenan ya con fuerza amenazante de tsunami las voces de Julieta, la mujer del caballero:

“Si no te quitas la armadura, cogeré a Cristóbal, subiré a mi caballo y me marcharé de tu vida”.

Argumentos superficiales los de agentes exteriores: el modernismo, el postmodernismo, el relativismo, etc. Las verdaderas causas son, podríamos decir, de carácter hospitalario. En los foros eclesiales –sagrados o no- se despliegan velas teológicas tejidas en telares del medievo que de poco o nada sirven ya para surcar océanos del siglo XXI.

El éxodo masivo de los centros religiosos –iglesias y catedrales, ermitas y santuarios, seminarios y monasterios- fácilmente constatable en la actualidad, es que la gente no se considera tomada en serio en su profunda calidad de personas. Se continúa manteniendo una imagen de Dios y un corpus doctrinal hoy a bastantes luces incoherente. 

No es de extrañar entonces que la antigua fidelizada feligresía –¡y la nueva no digamos!- se mueva ahora incierta hacia portabilidades de otros operadores del mercado que garanticen productos más acordes con las necesidades de la persona. ¿O es que el sarpullido en la piel social de la Iglesia –muchos de los centros mencionados, dedicados a menesteres más próximos a esa realidad profundamente humana, aunque al mismo tiempo más superficiales: museos, salas de espectáculos, etc.- no es síntoma suficiente de que algún artilugio ha dejado de funcionar convenientemente en ella?

“Me marcharé de tu vida” en razón de la coraza de frío metal, aunque brillante, que impide a los demás y también a él/ella la comunicación con esa vida que a pesar de todo existe –aunque en hibernación- debajo de la armadura. “Ah, dijo Merlín, no nacisteis con esa armadura. Os la pusisteis vos mismo”. En la Iglesia, la suntuosa muralla de inertes bloques graníticos doctrinales donde definitivamente se ha autoemparedado: 2.758 artículos enlatados en el Catecismo de la Iglesia Católica.

 

(No deja de ser significativa la declaración con que éste se abre en su Introducción: “Conservar el depósito de la fe es la misión que el Señor confió a su Iglesia…” ¿No suena esto un tanto a industria conservera?)

¿Pero es que no se han enterado todavía a estas alturas que, eternos caballeros medievales, cabalgan ustedes de espaldas sobre su caballo lanza en ristre hacia el pasado?

Con tales antecedentes el camino de retorno a Ítaca –a los orígenes- no va a ser nada fácil. Desembarazarse de toda esa chatarra exterior e interior comporta una dolorosa odisea no exenta de riesgos y sufrimientos -tenebrosos abismos de Escila y de Caribdis, noches oscuras del alma- hasta alcanzar la séptima morada, que en este caso es la primera.

El caballero lo consiguió haciendo algo que nunca antes había hecho:

“Se quedó quieto y escuchó el silencio. Se dio cuenta de que, durante la mayor parte de su vida, no había escuchado realmente a nadie ni a nada”.

Ni siquiera a sí mismo,  a ese yo virgen primitivo que está en la esencia del ser.

Cuando lo hizo y se miró al espejo,

“la amabilidad, la compasión, el amor, la inteligencia y la generosidad le devolvieron la mirada. Se dio cuenta de que todo lo que tenia que hacer para tener todas esas cualidades era reclamarlas, pues siempre habían estado allí”. 

Únicamente entonces la Iglesia será plenamente libre y permitirá ser libres a los demás, comprendiendo que el Universo y ella y ellos son uno solo, como finaliza El Caballero de la Armadura Oxidada:

“Porque ahora el caballero era el arroyo. Era la luna y el sol. Podía ser todas las cosas a la vez, y más, porque era uno con el universo. Era amor”.

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