Me gusta pensar que la política es el arte de la convivencia, y me descorazona ver que los políticos –y la sociedad en general– fían esta convivencia a las leyes y la acción coercitiva del Estado.
Fíjense la incongruencia que supone que, por una parte, estemos fomentando toda una batería de valores que exaltan el egoísmo y dificultan la convivencia, y por otra, legislemos para reprimir las conductas a las que dan lugar estos valores. Es de locos que estemos promoviendo una concepción del ser humano que establece su único destino en disfrutar de lo inmediato y sensual al precio que sea, y que luego nos veamos obligados a endurecer el código penal para punir a quienes actúan en consecuencia con esa concepción. Hemos alumbrado una cultura basada en la degradación de todo lo noble y egregio del ser humano –empezando por el propio ser humano–, y no podemos pretender que ese animalito inteligente al que hemos quedado reducidos, se comporte con nobleza. Hemos convertido al ser humano en animal racional; la vida en algo sin sentido donde todo gira alrededor de nuestra panza; el amor en sexo; la religión en culto; los valores humanos, la ética y los principios morales en algo del pasado; la fraternidad en justicia social; la libertad en derecho a vociferar o calumniar; la convivencia en orden público; la felicidad en posesión de chirimbolos; la sabiduría en mero conocimiento de materias utilitarias... Hemos convertido la política en campo de batalla por el poder; la democracia en partitocracia; los partidos políticos en escuela de demagogos; el debate parlamentario en guirigay; los sindicatos en adictos a la teta presupuestaria, la economía en macroeconomía descarnada, la bolsa en cubil de especuladores... Quienes deberían ser motor de convivencia, se convierten a veces en sus peores enemigos. Vemos padres que trasmiten a sus hijos su frustración, su resentimiento, e incluso su odio, incapacitándoles para vivir en armonía con los demás; colegios trufados de sectarismo nacionalista, antirreligioso o de cualquier otra índole; medios de comunicación que –a través de editoriales incendiarios o tertulias demagógicas– pretenden imponer su ideología encrespando a los ciudadanos; partidos políticos que no dudan en crear crispación, en descalificar, insultar y calumniar al adversario para alcanzar el poder. Y todo este panorama desolador, fruto, por una parte, de la aniquilación sistemática de las creencias y convicciones tradicionales de los ciudadanos, y por otra, de la fe absurda de nuestros políticos en que las leyes pueden generar convivencia. Es evidente que las leyes son necesarias para convivir en paz, pero en absoluto son suficientes. Porque la leyes reprimen a los malos para que no hagan daño a los buenos, pero no sanan la maldad del corazón. La convivencia es algo mucho más íntimo; algo que se mama en el seno de las familias y se consolida a través de una educación responsable. Algo que nos empuja a trabajar codo con codo con los demás para construir una sociedad justa y solidaria. La humanidad está embarcada en una gran travesía; una travesía que comenzó con aquellos primeros seres humanos que vivían esclavizados por los instintos heredados a través de la cadena evolutiva, y que culminará –cuando los humanos hayan superado su animalidad congénita– en una sociedad perfecta de paz, benevolencia y ayuda mutua. Por tanto, la misión de cada ciudadano es remar para alcanzar ese puerto, lo que nos lleva a cambiar nuestro concepto de progreso e involución. Es progresista el que rema, es decir, el que genera humanidad en torno suyo, y retrógrado el que cía o boga hacia atrás, es decir, el que se abraza a la condición animal exenta de humanidad.
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