Ya no es preciso recurrir al diccionario para saber que es la globalización, basta con leer, por ejemplo, la etiqueta de casi cualquier producto manufacturado. Yo ya tenía una ligera idea de lo que era, pero la lectura de la etiqueta de unos guantes de piel que me regalaron por Navidad me lo terminó de aclarar: “Piel de cordero, origen: Etiopía. Fabricado en China. Importado de Hungría por el Corte Inglés S.A”. ¿Qué les parece? ¿Son o no mis guantes globales?
Ahora bien, ¿es bueno o es malo ser globales? Pues depende para qué y para quién. Para los cazadores de beneficio, por ejemplo, la globalización significa una gran oportunidad para forrarse. Las comunicaciones ya son tan eficaces que cualquier rincón del mundo es susceptible de ser elegido para fabricar un producto; lo que interesa es encontrar quien lo haga más rápido y más barato. Lo de menos son las condiciones laborales, el respeto de los derechos más elementales o si los sueldos son dignos o indignos. No deja de ser un sarcasmo que, justo cuando habíamos conseguido unos derechos laborales más o menos decentes, hayan descubierto la globalización como la panacea para aumentar el beneficio y dejarnos aquí, a este lado del mundo, sin empleo. Eso sí, ahora están dispuestos a devolvernos ese mismo empleo que se llevaron a cambio de la misma o mayor precarización que consiguen ahí fuera, en el inframundo. Sin duda, una jugada perfecta. Cuando el trabajo es un bien escaso, siempre habrá alguien dispuesto a hacerlo más barato.
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