Si la fe supone creer en Alguien y no en algo, como una experiencia más allá de una mera creencia intelectual de que Dios existe, aquella no puede quedarse en una simple adhesión intelectual; la fe implica una respuesta personal como corresponde a cualquier encuentro amoroso, sobre todo cuando quien toma la iniciativa siempre es el Otro.
Hace muchos años, seguro que más de veinticinco, el arzobispo de París, François Marty, que años más tarde llegaría a cardenal, se atrevió a decir que “Dios no es conservador”. Y añadió de corrido: “Dios está por la justicia. Por eso los creyentes no podemos, no debemos consentir esas situaciones actuales que provocan violencia a los débiles, destruyendo la salud, aplastando la dignidad y la libertad de millones de hombres y mujeres. Por no haber sido realizadas a tiempo ciertas reformas, se imponen ahora bruscamente y se hacen absolutamente necesarias”. Todos los cristianos, sacerdotes, purpurados y laicos deberíamos aunar esfuerzos para hacer nuestra, de cada uno, la adecuación de la Iglesia alos nuevos tiempos y a la búsqueda de la paz, que en Marty era la prioridad de cualquier católico de un espíritu ecuménico, con todos y abierto a todos. Desde una fe adulta, los cristianos tenemos que ser los principales instigadores de la gran revolución a favor del ser humano, entendiendo el término revolución en su sentido transformador de la realidad fundamentada en la solidaridad del amor fraterno. Nada que ver todo esto ni el pensamiento de Marty con la respuesta extemporánea del cardenal Rouco Varela contra los sindicatos católicos HOAC y JOC, dos movimientos apostólicos de acción católica que se presentan a sí mismos “como parte de la Iglesia en el mundo obrero y del trabajo”. Por si fuera poco, también el cardenal ha dejado en evidencia al sacerdote delegado de Pastoral del Trabajo. Lo único que le pedían estos católicos a la jerarquía es que no estuviera tan escorada hacia el capital en esta crisis tan descarnada para el mundo del trabajo. Nuestra asignatura pendiente como cristianos es la desconfiguración de una Iglesia cada vez más extraña a las personas y complaciente con el poder. No es de extrañar que las personas de nuestro tiempo no acierten a ver a Cristo a través de la Iglesia, posiblemente porque sus representantes no parecen testigos del evangelio. Necesitamos identificarnos institucionalmente con la autenticidad y la solidaridad para que no se acumulen razones con los poderes de este mundo. Nos ven cobardes y faltos de arrojo a la manera evangélica, prisioneros de nuestras contradicciones y falsas seguridades. Diríase que desde la Reforma estamos a la defensiva con el lapsus del Concilio Vaticano II. La fe debe refrendarse en obras no solo en ritos. La fe adulta compromete desde el momento que debe propiciar una actitud que alumbre a este mundo secularizado, sin excluir el justo valor que tiene todo lo humano. Los cristianos aceptamos la autonomía de las leyes naturales con todas las consecuencias, sin miedos ni anatemas, y con la comunidad científica de la mano. Porque los avances de la ciencia también son cosa de Dios. Lo que en realidad tiene nuestra jerarquía es un problema de credibilidad e inseguridad que desfigura la esencia del mensaje cristiano. No podemos seguir interrogándonos por qué la fe cristiana en el Primer Mundo está en entredicho. Lo sabemos de sobra todos, empezando por bastantes de nuestros desprestigiados pastores. Se nos ve con desánimo y nos sabemos sin fuerzas; somos cuestionados en la humildad rodeados de mucho más poder humano del que Jesús de Nazaret recomendó a sus seguidores. Los cambios son muy rápidos y el camino es difícil, como en todo tiempo. Pero la fe solo está en entredicho cuando el amor fraterno no es la senda que nos caracteriza. Fe y amor van de la mano, por lo que nuestra institucionalizada Iglesia debería ponerse, cuanto antes, manos a la obra, y caminar al frente dando ejemplo. “Lo” del cardenal Rouco solo es la prueba de cuán lejos estamos de la senda de Cristo, en medio de tantos que le buscan y no le reconocen entre nosotros.
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