Sumisos a la ley del crecimiento, todos los vivientes del planeta Tierra se van realizando por etapas, a menudo sin choques y a veces por saltos y aún explosiones.
Desde un principio, la persona adulta se encuentra en la niña o en el niño que una vez fue, pero aparece "hecha" por completo sólo tras una serie de transformaciones largas y profundas. Desde el vientre materno hasta la tumba, la persona se convierte poco a poco en otra, sin, por eso, dejar nunca de ser la misma. Algo parecido sucede con la humanidad entera. Tratándose de una entidad inmensa cargada de vida, ella también está en crecimiento permanente. Como el individuo, la humanidad surge de la noche profunda de una infancia inconsciente y se dirige a través de múltiples crisis hacia la plena conciencia de la madurez. Cuando alcance la cumbre de este largo proceso de transformación, empezará a declinar para terminar apagándose. Pero podría ser también que no se apague. Un instinto que se resiste a toda forma de extinción radica en las profundidades del ser, una intuición sutil, más o menos intensa, de que otra cosa va a prorrumpir. Esta "otra cosa", el Evangelio de Jesús lo confirma con una seguridad asombrosa. Sólo de eso habla Jesús. Su enseñanza está enteramente enfocada hacia ello. Para él, la gran aventura humana es "preñada" de una realidad que se encuentra a la mera raíz del ser; crece con él y termina por sobrepasarlo hasta el infinito. Le pone de nombre "el Reino de Dios". Esta aventura de origen extremadamente modesto, se desarrolla lentamente en el tiempo para convertirse finalmente en una verdadera apoteosis. "Apoteosis" quiere decir "divinización". Lo que Jesús nos transmite desde sus entrañas, es la inquebrantable certidumbre de que nuestra realidad de "terrosos", nacidos del polvo y destinados al polvo, es asumida graciosamente por el Espíritu de Dios y transformada en la luz más pura de una comunión plena con el Ser íntimo del mismo Dios. Esta intuición, este instinto, esta realidad misteriosa de pura gracia se encuentra escondida en el ser de todos los humanos, en su historia y en el cosmos entero como una semilla sembrada en la tierra. Se parece a una hortaliza que, en un principio, no pinta nada pero que, al cabo de cierto tiempo, crece más que todas las demás plantas de la huerta para la alegría de los pájaros del cielo. Con ese lenguaje de granos pequeños que se convierten en arbolitos, y esas semillas que se convierten en pan, y ese poco de levadura transformando toda la masa, y ese pan que se convierte en cuerpo del Viviente y ese vino que se cambia en su sangre, es como Jesús nos plantea lo de "la evolución" y nos habla de sus alcances que superan todo lo imaginable. Porque bien se trata de la "Evolución", sí, de aquella evolución tan aborrecida por la soberbia y la ignorancia de muchos; aquella misma que nos revela que no somos sino unos pescados que nos hemos convertido en monos (¿no es de admirarse?), y luego en animales de cuatro y después de dos piernas, hechos para estar de pie, capaces de reflexionar, razonar, de soñar, de amar; capaces de gran poesía y de increíbles hazañas. Y capaces asimismo de la más estúpida inconsciencia y de la más espantosa crueldad, pero, por la misericordia y pura bondad de Dios, capaces también de llegar a ser criaturas deslumbrantes de luz hasta dar envidia a los propios ángeles... Somos seres inacabados, seres en marcha, seres en devenir. No somos completos todavía, no hemos llegado a nuestro fin, no hemos alcanzado nuestra plena realización. Lo que somos hoy no es sino la sombra de lo que llegaremos a ser en el futuro. Hay semilla de muerte en nosotros. Pero hay también semilla de vida. La Buena Noticia, es que esta semilla va a seguir creciendo hasta que la vida triunfe sobre la muerte. Y que eso, un día, se va a realizar en plenitud.
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