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La confianza vive en nuestro interior por: Enrique Martínez Lozano

2/26/2011

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La confianza impregna todo el evangelio. La vida de Jesús, sus dichos y sus parábolas contagian una actitud radicalmente confiada ante la vida. Y en él suena más verdadera, porque la suya no fue una vida fácil, sino que estuvo marcada por la incomprensión, el conflicto, el aparente fracaso y la muerte violenta. En medio de todo ello, se eleva la persona serena de Jesús para decir: “Tened confianza”.

El cuarto evangelio, que parece acertar especialmente en recoger lo que fueron las actitudes fundamentales del Maestro –aunque luego las haya elaborado desde la perspectiva propia de la comunidad en la que se escribe-, hace de la confianza uno de los regalos del Maestro en su “testamento espiritual”: “No os inquietéis. Confiad en Dios y confiad también en mí” (14,1). “Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar. ¡No os inquietéis ni tengáis miedo!” (14,27). “En el mundo encontraréis dificultades y tendréis que sufrir, pero tened ánimo, yo he vencido al mundo” (16,33).

La confianza no es indiferencia ni pasividad. La imagen de los pájaros y de los lirios no es un canto a la dejadez, sino una llamada de atención para evitar la preocupación y el agobio. No somos pájaros ni lirios; eso significa que debemos trabajar para comer y para vestirnos. Pero de ellos podemos aprender a “estar” o a “ser”, confiadamente, porque de fondo estamos sostenidos por el Padre, la Fuente y Sabiduría de la Vida, en quien podemos abandonarnos.

 

Jesús no nos previene frente al trabajo, sino frente al agobio, a la vez que nos alerta para distinguir las prioridades.

El agobio nace siempre de una mente no observada, del parloteo mental, o lo que es lo mismo, del ego. Podemos constatar que siempre que nos sentimos agobiados, estamos identificados con nuestro yo y nos hallamos viviendo en la cabeza.

A su vez, estar en la mente significa estar fuera del presente y, por tanto, sin contacto con la Vida ni con el Ser, que son la fuente de la quietud que se halla en nuestro interior.

Por fin, estar en la mente significa hallarnos identificados con el yo, que es inconsistente. Vacío como es, está afectado de insatisfacción, en la creencia de que siempre le falta “algo” para estar completo o sentirse plenamente bien. Esto explica por qué vive siempre proyectado hacia el futuro.  

Si el agobio es connatural a la mente, al yo y a la huida hacia el futuro,la confianza y la quietud únicamente habitan en el presente. Y eso es justamente lo que podemos aprender de los pájaros y de los lirios: a vivirnos anclados en el momento presente.

Las palabras de Jesús se revelan profundamente sabias, también por las conexiones que establecen: “no os agobiéis pensando...; no os agobiéis por el mañana...; a cada día le bastan sus disgustos”. El agobio aparece vinculado al pensamiento y al mañana. Frente a eso, se trata de aprender a venir al “cada día”, al instante presente, en un proceso de reeducación constante por el que aprendemos a habitar el “aquí y ahora”.

 

Sólo aquí y ahora: ¿cómo adiestrarnos en ello? “Volcándonos” en aquello que estamos haciendo o en lo que nos está llegando a través de los sentidos: el agua al lavarnos, la fruta al desayunar, los pies al caminar, las personas a las que nos dirigimos, el azul del cielo, la hermosura de la naturaleza…

Para ejercitarnos en venir al presente, necesitamos estar en contacto con nuestro cuerpo. El es la gran puerta que nos introduce en el aquí y ahora. Basta poner en él nuestra atención, para seguir sintiendo su “energía” –el “cuerpo interno”- y descubrirnos en el presente.

Dentro de la escucha al cuerpo, merece una referencia aparte laatención a la respiración. El doctor Mario Alonso, entrevistado hace unos años en La Vanguardia, afirmaba:

 “Se ha demostrado en diversos estudios que un minuto entreteniendo un pensamiento negativo deja el sistema inmunitario en una situación delicada durante seis horas. El distrés, esa sensación de agobio permanente, produce cambios muy sorprendentes en el funcionamiento del cerebro y en la constelación hormonal.

Tiene la capacidad de lesionar neuronas de la memoria y del aprendizaje localizadas en el hipocampo. Y afecta a nuestra capacidad intelectual porque deja sin riego sanguíneo aquellas zonas del cerebro más necesarias para tomar decisiones adecuadas.

Pues bien, un valioso recurso contra la preocupación es llevar laatención a la respiración abdominal, que tiene por sí sola la capacidad de producir cambios en el cerebro. Favorece la secreción de hormonas como la serotonina y la endorfina y mejora la sintonía de ritmos cerebrales entre los dos hemisferios”.

Pero Jesús no sólo nos previene frente al agobio, sino que tiene cuidado en señalar las prioridades que nos permitirán encontrar la paz que él vivió. La prioridad, dice él, consiste en “buscar el Reino y su justicia”. Todo lo demás se nos dará “por añadidura”.

A veces se ha entendido “buscar el Reino” como un “compromiso” que, en no pocos casos, resultaba agotador y, por tanto, fuente del agobio que la palabra de Jesús quería hacernos evitar.

Buscar el Reino, en este contexto –y llegando hasta la raíz más profunda-, parece que no significa otra cosa que reconocer nuestra verdadera identidad –la “Identidad compartida”-, más allá del yo con el que solemos estar identificados. El ego es fuente de agobio; cuando podemos “dar un paso atrás” y observarlo en la distancia y nos reconocemos como la Conciencia ecuánime o la Presencia atemporal, emerge la paz y empezamos a saborear lo que es el “Reino de Dios”. Y siempre que nos vivimos desde ahí, estamos practicando su “justicia”.

El yo puede decir que se compromete por el Reino, pero mientras pongamos el acento en el hacer, ignorando quiénes somos, aun con nuestra mejor voluntad, seguiremos lejos del “Reino”.

Para quienes procedemos de una tradición y práctica religiosa, la palabra de Jesús puede remitirnos al Fondo amoroso de la Vida, al Misterio inefable que todo lo llena y en el que todos somos –y que él llamaba “Abba”, Padre querido-, para dejarnos descansar y reconocer en él.

En esa entrega amorosa y confiada, acallando poco a poco la mente, nos vamos dejando ahondar en la experiencia de Unidad –el “Reino de Dios”- que se nos irá regalando. Esa Unidad, que sabe a Amor y a Presencia, es el “Reino de Dios”. En ella descubrimos, a la vez, nuestra identidad más honda –en comunión con todos los seres- y la fuente de toda quietud y confianza: ahí todo está bien; ésa es la fuente de toda confianza.

Necesitamos cultivar el silencio, la humildad, la aceptación de toda nuestra verdad y la apertura al Misterio que somos –más allá de nuestro yo-, para reencontrarnos y descansar en él: todo lo demás “se nos dará por añadidura”.

Luego, cuando en la vida cotidiana nuestra mente nos introduzca en cualquier tipo de agobio, bastará que, con ayuda del cuerpo y de la respiración, entremos en contacto con esa quietud interna –la serenidad del presente- para volver a reconocernos y vivirnos en quienes somos. La confianza no es el resultado de nada que podamos hacer, sino unacaracterística más de la Presencia. Por eso, basta venir al presente, para que ella se manifieste.

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