He leído hoy un artículo de José María Castillo, S.J., en Religión Digital, (RD), titulado así: “Aviso para gobernantes: está prohibido jurar el cargo”, y en un sobre título, añade, “Poner a Dios por testigo para que la sociedad acepte”; y en un subtítulo, entresacado del cuerpo del artículo, parece indicar que por parte del político que jura “Su palabra, por sí sola, no merece el crédito que necesita”. Me llamó, no sé si poderosamente la atención, pero sí fuertemente, a mi vuelta de Brasil, después de quince (15) años, en los que se habían cocido suculentos platos en España durante mi ausencia, (Muerte de Franco, Transición política, Ley de Amnistía, elección de Suárez para la presidencia del gobierno, llegada de Carrillo, legalización del partido comunista, instauración de una Monarquía Parlamentaria, partidos políticos, etc., etc.), m llamó la atención que los políticos de la Derecha, oí decir que por ser católicos, juraban cumplir la Constitución cargos al iniciar el ejercicio de sus cargos, y que los de izquierda, ateos ellos, tan solo “prometían”. Y afirmé desde ese momento: Debería ser exactamente al revés: los creyentes no deben jurar por nada, y menos por Dios. Es mandato de Jesús: “no juréis por nada, que baste vuestra palabra, sí, sí, o no, no”. (Mt 5, 33-37; y también se encuentra en la carta de Santiago, St, 5,12).
A algunos les llamó la atención mi observación, y hoy el gran teólogo Castillo deja las cosas claras en el artículo que comento. Por la fuerza y coherencia de su denuncia, transcribo dos largos párrafos del mismo: “Pero este asunto es más serio de lo que parece a primera vista. Prescindiendo de otras cuestiones (históricas y religiosas), que aquí se podrían plantear, lo que quiero destacar es que el juramento de no pocos cargos públicos es la primera señal de incompetencia que da el gobernante de turno. Porque, en definitiva, lo primero que (sin darse cuenta) está diciendo el tal gobernante es que su palabra, por sí sola, no merece el crédito que necesita para ejercer el cargo que le han encomendado. Por eso tiene que echar mano de Dios, invocar a Dios, poner a Dios por testigo, para que la sociedad acepte que él merece estar donde está y ejercer el cargo que piensa ejercer. Por supuesto, casi nadie se da cuenta de toda la tramoya que entraña este teatrillo. Pero el teatrillo ahí está. Y en el centro de la escena, el protagonista del sainete, jurando – ante Dios y ante los hombres – que piensa seguir mintiendo, con pomposas apariencias de verdad absoluta, que le permitirán seguir ocultando la cantidad de mentiras, robos y otras lindezas por el estilo, todas ellas, ¡eso sí!, garantizadas con el sagrado nombre del Altísimo. Le sobraba razón a Flavio Josefo, escritor judío del s. I, cuando aseguraba que nadie debe jurar por Dios, porque nadie tiene derecho a profanar y manchar el nombre divino. Pero, sobre todo, a lo que nadie tiene derecho es a utilizar al santo nombre de Dios, para luego terminar prometiendo lo que no piensa hacer, engañando a la gente, protegiendo a los ricos, oprimiendo a los pobres, sometiendo a los débiles y tolerando, con su impunidad pasiva, el desastre de sociedad que tenemos. Y, para colmo, sacando pecho con la vanidad pueril del que asegura que tenemos la España que preside, como buque insignia, el crecimiento de Europa”. Por supuesto que estas palabras no se refieren a nadie en concreto a todos los políticos que en estos días jurarán solemnemente sus cargos ante la cruz, y sobre la Constitución y los Evangelios, donde se encuentra la clara e indiscutible prohibición de jurar por nadie ni por nada, algo que transgrede el que lo pronuncia, según la 1ª definición de juramento de la RAE: “Afirmación o negación de algo, poniendo por testigo a Dios, en sí mismo o en sus criaturas”. O como se afirma popularmente, “jurar es poner a Dios por testigo”. Por eso se supone que el creyente, cuando jura, tiene esa conciencia y esa intención. Y el no creyente no jura, sino promete. Y sobre la tradición de los EE.UU. de norte América, que tanto aparece en las películas, de exigir a los testigos que juren sobre la Biblia “decir la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad”, yo suelo contar a mis oyentes una anécdota de lo perplejo, serio, indignado, y, después, calmado y apaciguador, que se quedó un juez perdido en un territorio remoto de los Estados Unidos cuando un testigo, ante el requerimiento del bedel o alguacil, respondió: “Señoría, ni quiero ni puedo jurar”. Ante la ira demostrada en la respuesta del magistrado, el testigo continuó: “Juzgue Vd. mismo si me es permitido jurar sobre el Nuevo Testamento, que prohíbe, expresamente, todo juramento. Mírelo en el capítulo 5º del Evangelio de Mateo. Y no hay Constitución, ni reglamento judicial, que me puedan forzar a cometer semejante contradicción, contraria a la lógica, y, sobre todo, a mi conciencia”. Y acabo explicando brevemente, para no cansar a mi lector, una característica de la cultura de los pueblos semitas. Es que para ellos el lenguaje no es un mero conjunto de símbolos convencionales, que usamos para no tener que señalar con el índice las cosas para referirnos a ellas, como hacen lo niños que todavía no tienen un mínimo de léxico, o los sordomudos, o los pueblo indígenas, que todavía carecen de un elenco de términos para expresarse, como nos contaba un compañero que estuvo con los yanomanis, que no tenían vocabulario, y tenían que señalar los objetos. No, para los semitas la palabra es mucho más que eso: es una manera como de tocar y alcanzar hasta la esencia, o la médula del objeto significado por la misma. Por eso, por respeto, por no querer, ni poder, ni atreverse a manipular a Dios, no podían pronunciar su nombre, ni siquiera para alabarlo. Solamente el Sumo Sacerdote tenía derecho, ¡una vez al año!, de pronunciar solemnemente el nombre de Yavè. Y esa sacrosanta tradición es la que recoge Jesús en el Sermón de la Montaña.
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