Una relación conflictiva y superadora
En la cultura y espiritualidad cristina domina, en general, el monolitismo referente a la familia. Se habla de la “familia cristiana” como institución unívoca que prolonga la familia modélica de Jesús. Pero, a la luz de los evangelios, ¿fue tan modélica la familia de Jesús? 1. El conflicto en la familia de Jesús Entre la extrañeza por las obras que hace y el poco aprecio de sus paisanos por la humildad de su origen, los tres evangelios sinópticos dejan constancia de la familia nuclear de Jesús: “¿No es este el carpintero [Mt 13,55 dice “el hijo del carpintero, y Lc 4, 22, del “hijo de José”], el hijo de María y hermano de Santiago y José, de Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas con nosotros”, Mc 6,3?[1] Como atestigua Lucas en el libro de los Hechos 1, 14, parte de esta familia se encuentra en la naciente Iglesia después de la pascua. Santiago, a quien se conoce como “hermano del Señor” (Gal 1,9), presidió la Iglesia madre de Jerusalén (Hch 15,13), y, junto a Pedro y Juan, “dio la mano” a Pablo y Bernabé cuando tuvieron que acudir a Jerusalén para dar cuenta de su predicación entre los gentiles (Gal 2,9). Este dato se mantiene también durante el s. II en la tradición extracanónica[2]. Pero, contrariamente a esta aparente “armonía familiar”, los evangelios sinópticos, más pegados al tiempo real de Jesús, dan algunas noticias sobre el comportamiento de la familia de Jesús antes de la pascua. Y no son precisamente apologéticas. Reflejan grandes tensiones entre Jesús y sus familiares. Una relación nada armónica que va desde el escepticismo que refleja el evangelio de Juan (“es que ni siquiera sus hermanos creían en él”, Jn 7,5) hasta el conflicto, como veremos a continuación. El modo extraño de comportarse Jesús acaba rompiendo la armonía de la familia que llega a pensar que padece “trastorno mental”. Y, para salvar ante el pueblo su reputación, la familia se siente en la obligación de recluirlo. La escena que cuenta Marcos Mc 3, 21-31, seguido de Mateo y de Lucas, es paradigmática. Jesús está en casa de Pedro y una multitud, descontenta con el sistema (“no podían ni comer”) se apiña a su entorno. Pero “al enterarse los suyos se pusieron en camino para echarle mano, pues decían que había perdido el juicio… Llegó su madre con sus hermanos y, quedándose fuera, lo mandaron llamar”. La fama de la familia, en especial de María, su madre, está en entredicho. “El hijo sensato, como rezaba el refrán popular, es alegría del padre, pero el hijo necio es pena para la madre” (Prov 10,1). En una sociedad agraria como aquella, el reconocimiento de la madre está en el número y valía de hijos varones; pero el fracaso de estos acarrea también el fracaso de la madre. Por esta razón han venido su madre y sus hermanos para retornarlo a la cordura familiar. Entre la multitud, sentada en semicírculos a los pies de Jesús, alguien le pasa el aviso: “Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera”. Ni siquiera entran para no hacerse cómplices de sus extravíos. Sin inmutarse, Jesús reacciona con una pregunta: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” A nadie, y menos a su madre, le podía dejar buen estómago esta respuesta. Si no fuera por la aclaración que, después de observar la reacción del auditorio, él mismo hace, cabría pensar en una grave desconsideración con su familia y hasta de una humillación pública de su madre. Pero no parece ser esa la intención de Jesús. En su respuesta deja claro que lo que más profundamente vincula a los seres humanos no es el origen, sino la participación en el mismo proyecto. “Mi madre y mis hermanos, dice, son quienes se ponen en camino para hacer lo que Dios anhela”. La participación en el Reino de Dios, viene a decir, no se funda tanto en la sangre o la carne, representada allí por su madre, cuanto en el proyecto de fraternidad que constituye a la gente por igual en hermanos y hermanas. Reforzando esta escena emblemática de la casa de Pedro —pero ahora sin la presencia de los familiares directos— está esta otra que narra exclusivamente Lucas en 11, 27-28. Para todo el mundo es notorio que el establishment judío no soporta de buen grado la transformación física y mental de la gente que sigue y oye los discursos de Jesús. El poder oficial le acusa de magia por la terapia que practica y le exige señales del cielo para acreditar el origen divino de sus poderes. En estas, una mujer que lo viene siguiendo y conoce perfectamente el bienestar y la esperanza que infunde en las masas, grita mirando a Jesús y contra la ceguera de los dirigentes: “dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”. Jesús no la desmiente, pero aclara en seguida que la dicha, aun de esa madre afortunada, no está tanto en la vinculación natural con él, sino en la fidelidad de ambos al proyecto global de Dios: “Dichosos, mejor, los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen”. Mantener estos datos conflictivos, contra la poderosísima tendencia de esa primera época cristiana a convertir a Jesús en leyenda y objeto de culto es, a juicio de Gerd Theissen, profesor de Nuevo testamento en Heidelberg, un buen indicio de su historicidad[3]. 2. Apuntando directamente a las causas El extraño comportamiento de Jesús con su madre y sus hermanos apunta directamente a las causas: su modelo de familia, como luego veremos, no coincide con el que ellos representan. El de Jesús es justamente la alternativa a la familia patriarcal. Frente a la dependencia y sumisión de la primera, Jesús apuesta abiertamente por la autonomía y la igualdad en las funciones y en los sexos. Veamos algunos ejemplos paradigmáticos: . El referente a la paz y la espada, en Lc 12 51-53: “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que paz no, sino división. Porque, de ahora en adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; se dividirá padre contra hijo e hijo contra padre, madre contra hija e hija contra madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra”. La decisión a favor o en contra de Jesús está causando, en las comunidades de Lucas, una división profunda en el seno de las familias. No hay paz, sino guerra porque, en el fondo, se están enfrentando dos proyectos alternativos, el de la verticalidad patriarcal y el de horizontalidad del proyecto de Jesús. Y todo esto se manifiesta tanto en el conflicto generacional que enfrenta a los hijos con los padres como en el conflicto de género que rompe la dependencia de las mujeres frente a los varones.[4] . Odiar a la propia familia (Lc 14, 26). La expresión, para nuestra sensibilidad, resulta hiriente. No nos está permitido odiar a nadie y menos a la propia familia. Tampoco, así como suena, encaja bien en el pensamiento real de Jesús. Este aparece más certeramente expresado en este dicho a propósito de los enemigos: “Os han enseñado que se mandó: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos” (Mt 5, 43). Los paralelismos con otros lugares del Antiguo y Nuevo Testamento han inclinado a los exégetas a traducir el verbo griego “miseo” (odiar) por “amar menos” o “amar más” (como en Mt 10,37). Las nuevas Biblias castellanas[5] entienden adecuadamente la opción alternativa por el seguimiento de Jesús al traducir este semitismo por “preferir”: ”Si uno quiere ser de los míos y no me prefiere a su padre y a su madre…”. Superado este semitismo, estamos, como en el dicho anterior sobre la paz y la espada, ante la doble ruptura generacional y de género. Ante el peligro de convertir la familia en gueto privilegiado y clasista, excluyente de los extraños y frecuente foco de egoísmo colectivo y posesivo, Jesús ofrece un proyecto de familia abierta, levantada sobre la gratuidad y la universalidad[6]. . El divorcio o la igualdad del hombre y la mujer (Mc 10, 11; Mt 19, 8; Lc 16,18). Los tres evangelios sinópticos reflejan este dicho de Jesús. Pero, mientras Marcos lo acomoda a la mentalidad grecorromana, más liberal, Lucas se mantiene más pegado a la tradición androcéntrica judía: “Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada comete adulterio”. Como afirma Dominic Crossan[7], Jesús no se opone directamente al divorcio, sino a la legislación judía que lo convierte en privilegio exclusivo del varón. En este contexto jurídico, contra el que Jesús reacciona, se rompe el proyecto ideal del Génesis 2, 24 que apunta a la constitución, desde el amor, de un solo ser sin sometimientos ni dominios en la pareja. La ley judía está siendo injusta porque deshumaniza a la mujer y a toda la familia sometiéndolos al capricho y dominio del patriarca. El conflicto, una vez más, surge entre la igualdad que propugna el Reino y el sometimiento que vige en la familia patriarcal, reflejo, a su vez, del dominio de la clase dominante sobre el pueblo. 3. La alternativa de Jesús o la familia Dei El tipo de familia que propone Jesús es en definitiva una respuesta crítica y, a la vez, una propuesta alternativa al modelo patriarcal vigente. Surge como reacción espontánea a la provocación ética que está generando la realidad sociopolítica y religiosa de la Galilea de su tiempo. Una realidad impuesta desde el poder que está dejando fuera de las instituciones oficiales a mucha gente. No podía ser nunca bueno un sistema que ignora y excluye a la mayoría social. Y la familia androcéntrica y patriarcal, que reproduce en el espacio doméstico este mismo desajuste social, es, por este motivo, rechazable. La alternativa de Jesús apuesta por una forma de articulación social que, invirtiendo el (des)orden establecido por las instituciones oficiales del imperio y del templo, comienza desde abajo, desde las víctimas que estas mismas instituciones están creando. Su propuesta o tipo de familia que Jesús propone y pone él mismo en marcha se concentra en lo que él mismo consideraba la familia Dei[8]. En esquema, se reduce a las dos claves siguientes: Frente a la familia patriarcal fundada sobre la propiedad de los bienes y de las personas que se convierte en un sistema cerrado, excluyente, y frecuentemente posesivo, el nuevo proyecto se levanta sobre la sociabilidad y la gratuidad de los bienes y las personas, abierto a la inclusión y la universalidad. Y frente a la verticalidad que se impone desde arriba y reproduce el viejo (des)orden de autarquía y sumisión, Jesús propone un nuevo tipo desde abajo que se levanta desde la autonomía e igualdad de todos los miembros. Al poder monárquico y absoluto de la figura del padre que todo lo somete y domina se opone la toma de conciencia de la igual dignidad desde la que todas y todos son hermanos: “vosotros, en cambio, no llaméis a nadie “padre” vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro “Padre”: el del cielo” (Mt 23, 9). De entre la multitud de gente que lo seguía, algunas personas se comprometen con el nuevo modelo. Provienen desde distintas situaciones. Un colectivo amplio lo constituyen los que nada tienen, víctimas del sistema; otros lo hacen por vocación. El primer grupo lo constituyen los que Holl calificó de “malas compañías”, es decir, los pobres y mendigos, los sin hogar y sin tierra, desarraigados y siempre en camino. Entre los segundos se cuentan los que, por opción, han dejado casa, hacienda o familia. Unos y otros van creando en torno a Jesús círculos de pertenencia de forma espontánea., desde los “meros oidores de su palabra” y los discípulos y discípulas que lo siguen de forma itinerante entre las aldeas hasta los mismos labradores que ponen su casa y sus bienes a disposición de los que anuncia un nuevo estilo de vida, el del Reino de Dios. Una reflexión final Pretender trasladar la realidad de hoy al evangelio y querer descubrir en él la presencia explícita de todos y cada uno de los tipos de convivencia que hoy se dan, es, quizás, demasiado artificial. Pero tampoco sería correcto dejar tanta vida fuera del evangelio. Hay, a mi modo de ver, dos instancias desde las que todos estos tipos de familia entran por la puerta grande en la nueva Familia de Jesús o Familia Dei: desde la situación de exclusión, rechazo y marginación de la que—si no jurídicamente en algunos países— están siendo objeto sociopolítica y religioso-culturalmente en la “buena sociedad” y en las viejas iglesias. Son ellos hoy aquellas “malas compañías” de las que quiso rodearse Jesús en su día. Esto en primer lugar. Y, luego, desde el principio del amor, omnipresente en todos los rincones de los evangelios[9]. También hoy se puede oír la propuesta de Jesús: “amadlos como yo los he amado”.
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