La primera impresión, al leer este texto, es que no “casa” bien con el que le precede ni con el inmediatamente posterior.
En el anterior, a partir de la pequeña parábola del pastor que va a buscar la oveja perdida y que “se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no es extraviaron”, Jesús afirma que “del mismo modo vuestro Padre celestial no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (18,14). Y en el inmediato posterior, a raíz de una pregunta de Pedro sobre si habría que perdonar “hasta siete veces”, Jesús contesta que “no siete veces, sino setenta veces siete” (18,21). El contraste se produce al comparar la actitud paciente de Jesús, que disculpa y perdona siempre (setenta veces siete), con la puntillosa severidad con que se trata, en la comunidad, al “hermano que peca”. La conclusión parece clara: los textos más radicales remiten directamente a Jesús; por el contrario, aquellos otros más “realistas”, y centrados en cuestiones de convivencia procederían de la comunidad. Jesús apuesta por actitudes caracterizadas por la gratuidad; la comunidad regula la marcha del grupo, de acuerdo con principios “prácticos”, con los que resolver eficazmente los conflictos comunitarios. En la comunidad de Mateo debieron encontrar adecuado ese modo “progresivo” de reinsertar en ella a quienes consideraban que se habían equivocado: primero a solas; luego, con dos testigos; finalmente, ante toda la comunidad. Sin embargo, el hecho de que en aquel grupo pudiera funcionar no significa que sea siempre un modelo a imitar. Cuando se ha querido incluso forzar en determinados estilos de formación –en aquella fórmula imperante durante siglos en la vida religiosa, conocida como la “corrección fraterna”-, se ha hecho daño a las personas. Sin embargo, de nuevo en una lectura literalista del evangelio, se apelaba a la autoridad del propio Jesús, para insistir en esa práctica. Ni estas palabras proceden del Jesús histórico, ni siempre la “corrección fraterna” es el camino más adecuado. Requiere hacerla con tal limpieza, humildad y amor que únicamente con esas condiciones puede resultar beneficiosa para todos. Cuando no es así, bajo esa fórmula, se camuflan actitudes farisaicas de superioridad, juicio y condena del otro. Es evidente que todo grupo humano necesita de normas que regulen la convivencia, pero ni siquiera eso otorga a las mismas un valor absoluto, por encima incluso de las personas. Es preferible inclinarse siempre –como Jesús- por el lado de la compasión. Como afirma un dicho atribuido a Platón, “sed amables, pues cualquiera a quien encontremos está librando una dura batalla”. Además de la norma sobre la reinserción del “hermano que peca”, el texto que leemos este domingo contiene otras dos afirmaciones que afectan directamente a la comunidad, y que se refieren al poder del que se cree portadora y a la oración en común. La comunidad tiene conciencia de estar en la verdad, hasta el punto de que sus decisiones son siempre válidas. “Atar y desatar” es una expresión semítica que se refiere a prohibir y permitir válidamente. Hasta el punto de que las decisiones tomadas por ella serán válidas también “en el cielo”, es decir, serán legitimadas por el mismo Dios. El lector del evangelio ha encontrado ya esta misma fórmula en las palabras que Jesús dirige a Pedro (16,19). Cierta tradición ha defendido que ese poder “jurisdiccional” fue conferido a Pedro y a los apóstoles, por lo que, en la iglesia, los depositarios del mismo serían los obispos, “sucesores de los apóstoles”. Sin embargo, no es tan claro que sea así: por un lado, hay dudas razonables de que esas palabras procedan del propio Jesús; por otro, es legítimo pensar que sean dirigidas, no sólo a los apóstoles, sino al conjunto de la comunidad. Dicho más claramente: ni la jerarquía puede sustentarse en este texto, ni estas palabras impiden el ejercicio de la voluntad de todos los cristianos y cristianas en las decisiones eclesiales, en la renovación de determinadas normas y en determinadas prácticas como, por ejemplo, el nombramiento de los obispos. En el tercer bloque de este texto, referido a cuestiones comunitarias, se habla de la oración en grupo, con una doble afirmación: “todo lo dará mi Padre del cielo” y “yo estoy en medio”. La primera de ellas –“os aseguro además que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo”- choca tanto con la que parece ser la experiencia diaria de los orantes que, de entrada, se hace difícil de creer. ¿Cuántas veces hemos pedido cosas buenas en la oración y no hemos obtenido respuesta? Es cierto que se nos dice que Dios sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, pero entonces, ¿cuál puede ser el sentido de aquellas palabras? Para empezar, me parece claro que no se trata de “magia”, ni tampoco de un poder similar a la “ley de atracción”, de que hablan ciertas corrientes de la Nueva Era (aunque puedan contener algún punto de verdad). Personalmente, me inclino a pensar que estas palabras de Jesús, en línea con otras afirmaciones suyas a lo largo del evangelio, contienen una certeza y una llamada a una confianza incondicional. La certeza es que ya lo tenemos todo. Dios es Donación: ¿cómo podría “reservarse” algo y no darlo? Todo nos ha sido dado, pero lo acogemos en la medida de nuestra capacidad de apertura ante el don. Y esa capacidad se activa en la medida en que salimos de las fronteras del yo, y dejamos de identificarnos con él. Es entonces, al descorrer el velo que supone nuestra identificación con la mente, cuando aparece la comprensión: ha crecido nuestra capacidad de “ver”. Al ego le gustaría que las cosas fueran de otro modo: que, de un modo mágico, como en los cuentos, quedaran respondidas todas sus necesidades y saciados todos sus sueños. Pero esto es imposible, porque la característica del yo siempre será la insatisfacción; ego es “no tener nunca bastante”, porque él mismo es vacío. El camino no pasa por alimentar al ego, sino precisamente por trascenderlo, aprendiendo a “ver” más allá de él, adentrándonos en ese “no-lugar” donde todo está bien. La confianza es una de las “palabras mayores” del evangelio, y parece que constituyó un rasgo básico de la personalidad de Jesús. En todo momento y circunstancia, pase lo que pase, podemos confiar: se nos ha dado todo. Pero para verlo, se requiere venir al momento presente. Fuera del presente, todo es carencia e impotencia. El presente, por el contrario, es plenitud y fortaleza. Una vez más, venimos a descubrir la coherencia de todo: venir al presente coincide con trascender el yo; todo se unifica. (Porque lo que entendemos aquí por “presente” no es un lapso temporal entre el pasado y el futuro –eso sería sólo una “idea” del presente-, sino el no-tiempo, la atemporalidad que percibimos cuando acallamos la mente, o tomamos distancia de ella). La segunda afirmación –“donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”- parece ser especialmente querida para Mateo, porque recoge el nombre con el que le gusta nombrar a Jesús:Enmanuel o “Dios-con-nosotros”. Con ese nombre empieza (1,23) y concluye (28,20) el relato mateano. “Yo-estoy-en-medio-de-ellos” sigue siendo Enmanuel. Quizás Mateo aplicó a Jesús un adagio judío que rezaba así: “Si dos hombres se encuentran juntos y las palabras de la Ley están en medio de ellos [como motivo de conversación], Dios habita en medio de ellos”. En cualquier caso, en una lectura no-dual, está expresando la verdad más profunda del misterio de lo que es: todo se halla interpenetrado en todo. Dios es siempre Dios-con-nosotros, sin distancia ni separación. En la tradición cristiana, Jesús es la manifestación palpable de esa realidad. Con él nos encontramos en la “identidad compartida no-dual” y crecemos en la conciencia unitaria que él vivió: los “otros” son “parte” de “nosotros”.
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