Es sabido que, en el cuarto evangelio, no se habla de “milagros” de Jesús, sino de “obras” y, sobre todo, de “señales” o “signos” (“semeia”, en griego), que vienen a revelar la persona y la misión del Maestro.
A lo largo de todo el relato evangélico se narran siete señales –siete es el número perfecto, el de la totalidad, derivado de la suma de tres (Divinidad) y cuatro (humanidad)-, dando a entender que Jesús es la Plenitud. Son las siguientes, narradas en un “crescendo” que es fácil de apreciar: · las bodas de Caná (capítulo 2): Jesús es presentado como el “esposo” del nuevo pueblo; · la curación del hijo del funcionario (capítulo 4): Jesús es salud; · la curación del paralítico (capítulo 5): Jesús liberador restablece la autonomía; · la multiplicación de los panes (capítulo 6): Jesús, pan de vida; · camina sobre las aguas (capítulo 6): Jesús, nuevo Yhwh, señor del mal; · la curación del ciego de nacimiento (capítulo 9): Jesús, luz del mundo; · la resurrección de Lázaro (capítulo 11): Jesús, resurrección y vida. Como todas ellas, la narración del ciego de nacimiento es una catequesis cristológica (su objetivo es revelar a Jesús), en esta ocasión, centrada en el bautismo. Hay alusiones claras en las que el autor nos hace ver que su interés no radica tanto en el hecho “histórico”, cuanto en la enseñanza que, como creyente, busca transmitir. Por un lado, se nos dice que “los judíos habían acordado excluir de la sinagoga a quien reconociera a Jesús por Mesías”. Pero sabemos que ese acuerdo no tuvo lugar hasta el decreto del año 90, por el que se expulsaba de la sinagoga a los cristianos. La ruptura oficial entre el judaísmo y el cristianismo tuvo lugar entre el 85 y el 90, en el concilio de Jamnia, donde Gamaliel II hizo condenar a los seguidores de Cristo, insertando una maldición en las 18 oraciones que se recitaban en las sinagogas de la época: “Sean destruidos en un instante los nazarenos (cristianos) y los minim (herejes) y sean borrados del libro de la vida y no aparezca su nombre entre los justos”. Es decir, todo este relato hay que situarlo en la polémica que mantenían los seguidores de Jesús con los judíos, a finales del siglo I. Signos de la misma se aprecian también en los insultos que los fariseos dirigen al que había sido ciego, insultos que reproducen las acusaciones de los doctores de la ley contra los cristianos. Por otro lado, en la narración, las alusiones al bautismo son constantes. Para empezar, hay que saber que la iglesia primitiva llamaba al bautismo “photismós”, que significa “iluminación”. Lo cual encaja perfectamente con el contenido de esta “señal” del ciego, tal como ha proclamado el propio Jesús un poco antes: “Yo soy la luz del mundo” (8,12). El hecho de que el ciego sea ungido (con barro y saliva) –la “unción” es un elemento bautismal, por la que se participa del mismo Cristo, que significa precisamente “ungido”- y que se le ordene lavarse en la piscina de Siloé –cuyo significado el autor nos recuerda, como si nos quisiera hacer caer en la cuenta de que es “lavado” en el Enviado, es decir, en el propio Jesús- son datos que enmarcan todo el relato en un contexto de liturgia bautismal. Con todo ese trasfondo, no es difícil entender el simbolismo que la narración encierra: Jesús es “la luz del mundo”; el ciego representa a quienes desconocen su verdadera identidad y por eso viven en la ignorancia y la confusión; los fariseos, por su parte, son figura de quienes “no pueden ver”, porque se mantienen prisioneros de una creencia cerrada a la que se adhieren de un modo tan fanático que les impide ver las cosas como son. No sin ironía, el relato hace ver que son incapaces de aceptar la inexplicable curación del ciego, al que condenan y expulsan de la sinagoga, debido a sus prejuicios sobre Jesús y, sobre todo, al hecho de colocar la norma por encima de cualquier otra cosa, incluida la misma realidad: “Este hombre no viene de Dios, porque no guarda el sábado”. El fanatismo funciona así: no hay valor –ni siquiera la persona- por encima de la norma en la que se cree. Como ha escrito el periodista hebreo Amos Oz, “la semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”. Frente a ese tipo de actitudes –conocidas también entre los cristianos-, la postura de Jesús es tajante: “los que creen ver, se quedan ciegos”. Quien está demasiado seguro de sus creencias, está en realidad ciego, porque la misma creencia hace de velo opaco que le impide ver la realidad con limpieza. Pero el relato es, sobre todo, una catequesis cristológica. ¿Cómo aparece Jesús en él? En primer lugar, Jesús es el que ve. Se ha dicho, con razón, que la espiritualidad cristiana es una “espiritualidad de ojos abiertos”. En realidad, eso vale para toda espiritualidad genuina, ya que no sería tal aquélla que adormeciera o aislara de la realidad, en particular de la realidad más dolorida y sufriente. Hay motivos para sospechar de aquella espiritualidad que no desemboque en la compasión, entendida ésta como la capacidad de vibrar con el otro que sufre, y que se traduce en una acción eficaz a su favor. Jesús aparece también como el que hace ver. Es el maestro que va curando la ceguera –ignorancia- y aportando luz, para que la persona, descubriendo su identidad, pueda decir –como el ciego sanado- “Yo soy”. Al despertar, caemos en la cuenta de que no somos el “yo particular” creado por nuestra mente, sino el “Yo soy” universal, en una Identidad compartida con todos. Y es también el que se hace presente en los momentos de dificultad. Cuando el ciego ha sido expulsado de la sinagoga, Jesús se presenta. Y se presenta siempre que, acallando nuestra mente, venimos al momento presente, aceptando nuestra realidad, sin perdernos en historias mentales. Porque es entonces cuando emerge el “Yo soy”, en el que nos encontramos con él. Y todo se hace adoración.
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