El evangelio de Lucas nos ofrece, tres parábolas que contienen una gran riqueza simbólica. Como en cada ocasión, la primera propuesta es que las leamos y/o escuchemos con serenidad y apertura. Que el hecho de conocerlas tan bien no nos impida abrirnos a la novedad que la Palabra de Dios siempre trae consigo.
A lo largo de la Historia estas parábolas se han interpretado de muchas maneras. Quizás, entre todas las exégesis posibles, la que más se subraya en el último período, es aquella que pone el acento en la reconciliación que Dios ofrece continuamente. Las tres parábolas nos hablan de algo que “se ha perdido” (una oveja, una moneda, un hijo…) y ese “perderse” lo interpretamos como el fruto de nuestro pecado, la experiencia de separarnos de un Dios Padre-Madre que siempre nos busca de nuevo, nos acoge sin reproches, cura nuestras heridas y hace fiesta por el reencuentro. De esta exégesis, que nos ha llevado a cambiar el nombre poco acertado de “la parábola del hijo pródigo” por el de la “parábola del Padre bueno”, se deriva la proposición de que esta experiencia de amor incondicional ahonde en nosotros el arrepentimiento por habernos alejado de nuestro Dios y acreciente en cada uno el deseo de vivir amando del mismo modo. Esta propuesta siempre es válida y sugerente. Todos sabemos que, como le sucedió a Jean Valjean, el protagonista de la famosa obra de Victor Hugo “Los miserables”, lo que nos lleva verdaderamente a cambiar de actitud y arrepentirnos del mal cometido no es la condena, el castigo o el miedo, sino la experiencia de ser acogidos tal y como somos y amados en nuestra miseria. Sin embargo, no debemos olvidar el contexto en el que estas parábolas son narradas en el evangelio de Lucas. Si nos fijamos bien, comprobamos que, en realidad, las parábolas no van dirigidas a los pecadores, sino a los fariseos y letrados que murmuraban de Jesús porque este acogía y comía con quienes en aquel momento eran considerados socialmente pecadores. En este sentido, es iluminadora la interpretación que una autora moderna, Amy-Jill Levine, hace de ellas. Levine nos insta a escucharlas con los oídos de un judío del siglo I, que era para quien estaban destinadas en su origen. Con toda certeza, para este oyente, las parábolas no hablarían de pecado o arrepentimiento. Cualquiera que escuchara alguna de las dos primeras parábolas, no pensaría en una oveja que se arrepiente o una moneda que decide perderse por sí misma. De “culpar” a alguien en las dos primeras parábolas, dice Amy-Jill, habría que culpar al pastor y a la mujer, pues ellos son los que “perdieron”, respectivamente, la oveja y la moneda. En este sentido, la tercera parábola también podría llamarse “el padre que perdió a su hijo”. Caer en la cuenta de ello puede cuestionarnos de una manera nueva porque la pregunta ya no sería sólo “¿en qué me he alejado de Dios?” sino “¿qué atención pongo a mi alrededor, hacia mis prójimos, para que nadie ‘se pierda’?”, “¿qué atención pongo en aquellos que ya se han perdido y sufren, como la oveja de la parábola, de heridas, soledad o hambre?”. Siguiendo con la contextualización del texto podemos decir que, para los judíos del siglo I, los publicanos y pecadores, de los que nos habla el inicio de este evangelio, tampoco serían “los que han abandonado la ley” y por tanto, personas que optaran por alejarse voluntariamente de Dios. La propuesta es la de no escuchar el término “pecadores” inscrito únicamente en categorías religiosas, que es lo que, quizás, hemos estado haciendo al interpretar estas parábolas. Los publicanos y pecadores de aquel tiempo serían, más bien, aquellos que se habían enriquecido a costa de los pobres; aquellos a quienes no les preocupaba el bien común y se ocupaban más de sí mismos que de la comunidad. La parábola no va dirigida a los pecadores, para que se arrepientan, sino a los fariseos para que cambien su idea de Dios. Jesús se sienta a comer también con los publicanos y pecadores y manifiesta así lo que Dios realiza con todos, seamos “buenos” o “malos”. Desde esta premisa, por tanto, estas parábolas nos pueden recordar más el relato de Zaqueo, por ejemplo, que cuando se encuentra con Jesús, no sólo vive una experiencia de conversión profunda hacia Él, sino que esta vivencia le lleva a desprenderse de sus riquezas y a compartir lo que tiene con los más necesitados. A esto mismo puede referirse Jesús cuando explica en las parábolas de hoy “Os digo que así, también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”. La alegría no nace sólo de que la persona se encuentre con su Padre-Madre Dios, sino que este encuentro le lleve a vivirse realmente como hermano de todos y ponga sus bienes al servicio de una casa común que necesita la aportación de cada uno. Por eso, la propuesta de estas parábolas, no es sólo la de dejarnos acoger por el Abbá de Jesús y volver con verdadero arrepentimiento a su casa, sino que esta experiencia de amor nos lleve a compartir, llenos de alegría profunda, lo que somos y tenemos con los demás. Esto es lo que viven el pastor o la mujer, que están felices por recuperar aquello que perdieron. Y está claro que su alegría no nace de “tener más”, porque si no, no habrían preparado una fiesta en la que, seguramente, gastarían más dinero del que habían perdido con antelación. Las tres parábolas nos hablan de nuevas oportunidades y de alguien que, como nuestro Dios, no se cansa de buscar o esperar. Pero también nos hablan de fiestas y de alegría, de intentar que nadie ni nada se pierda, de compartir con otros y de experimentar cómo el gozo se acrecienta con ello. Que no nos pase como al hijo mayor, que le ha dado tanto valor a lo que tiene, que no es capaz de ver en la persona que ha regresado a su hermano, sino sólo al que ha gastado la mitad de la herencia paterna. Que no nos pase que también nosotros creamos que somos los “buenos”, los que nunca nos hemos alejado del padre y, en el fondo, no nos enteremos de que la fiesta es para todos y que la llamada que Jesús nos hace es a compartir nuestros bienes con los demás y así poder experimentar la verdadera alegría.
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