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Iluminar la identidad por: María Teresa Sánchez Carmona

2/28/2013

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La vida es una infinita búsqueda, un vértigo apasionante y placentero, una constante inestabilidad y un no cesar nunca de sorprendernos ante los pequeños detalles que imprimen ritmo y latido a cada día. No terminamos jamás de conocernos y cada experiencia que vivimos, cada nuevo rostro que aparece, cada conflicto que creemos insoslayable, cada amor que nos traspasa, desata en nosotros – ¡qué bueno! –un delirio de raíces y de alas, de quietud y de vuelo. Nos confronta con la imagen que creíamos habernos forjado. Nos obliga a contemplarnos en el espejo y constatar –no sin asombro– que todavía/siempre hay matices de nosotros que desconocemos.

La vida es un hermoso camino de luces y sombras, de extensos valles, laberintos y vericuetos por los que vamos saliendo al paso (y al encuentro) de quienes somos y de aquellos que, como nosotros, buscan una luz para verse a sí mismos. Ya sea en los ojos de las personas que nos aman o en ese rincón del alma donde se escucha lo que no dice el silencio: todos andamos tras una palabra de Verdad, un destello cálido y amable que nos ayude a vislumbrar mejor el gran dilema en torno a quiénes somos, para qué vivimos y cuál es don luminoso que hemos venido a traer al mundo.

Nadie escapa de la fascinante tarea de buscar, que constituye la esencia misma de estar vivo. Ni parapetados tras los altos y gruesos muros de nuestro Castillo interior, estamos a salvo de esta inquietud natural que nos hace ir cambiando con el paso del tiempo. Descentrados y desposeídos de nosotros mismos, reemprendemos cada día la labor de acariciar nuestro barro, de irnos conociendo en función de las circunstancias –fraguados con lágrimas y fuego, con el más puro amor y el oscuro deseo–, mudando la piel y la casa, nómadas y libres por el desierto de nuestras emociones siempre expuestas al vaivén del viento.

Todos andamos a tientas buscando alguien que nos diga, que exprese nuestro nombre y aprese en él esa identidad fugitiva que no logramos aferrar por entero ("y les daré a comer del maná escondido, y les daré una piedrecita blanca en la que está escrito un nombre nuevo, que nadie conoce sino sólo aquel que lo recibe", Ap. 2,17b). Y Jesús no fue una excepción.

Tendemos siempre a pensar que Jesús conocía de antemano todos los detalles de su identidad y su misión, sus capacidades y la trayectoria de su vida. Proyectamos en él un alter ego o modelo ideal, seguro e infalible, y le quitamos el mérito de haber afrontado su propio proceso de autoconocimiento. Pero también él debió forjar esa identidad suya característica a base de conectar una y otra vez con su intuición profunda, de hacer silencio y escuchar su corazón, de confrontar su sensibilidad con las normas y leyes de aquel tiempo. El Jesús que recorrió caminos y pueblos, mares y montañas, el que se retiró a meditar y orar sobre su vida cuarenta días al desierto... ¿no es el mejor reflejo del buscador que quiere alcanzar la autenticidad, y permanece a la escucha de sí, de los demás y de su Dios a cada momento?

Desde esta clave, es posible plantear una relectura más cotidiana y sencilla (también más aplicable a nuestras vidas) del pasaje de la Transfiguración. Por liberarlo de imágenes prototípicas pues, como dice un proverbio turco, "cuando la casa está terminada llega la muerte". Pensemos en un Jesús que –como cualquiera de nosotros– estaba atravesando un periodo de confrontación consigo mismo, planteándose quién es, cuáles son sus capacidades, qué le mueve y conmueve en la vida. Tiempo de desierto, de dudas y no saber, anhelo de ser fiel a los mandatos del Dios de sus padres y, a la vez, tentación de querer hacer cosas grandes que den sentido a su vida: en mayor o menor medida, lo que todos alguna vez nos planteamos.

No está seguro de sí y acude a sus amigos, pues quienes más nos conocen nos devuelven a veces una imagen más neutral / más amorosa / más clarificadora de nosotros mismos. Y con sencillez les pregunta: "Oye, si tuvieseis que decir algo sobre mí, ¿quién diríais que soy?". Siempre leemos este interrogante como una pregunta retórica (en la que Jesús conoce de antemano la respuesta y pone a prueba la fe de sus discípulos). Pero dejemos a un lado la confesión dogmática de Pedro y la enseñanza teológica que quiere ilustrar el pasaje. Imaginemos que se trata de una verdadera pregunta, de un cuestionamiento que Jesús se hace y que decide compartir con sus amigos por si sus miradas le dan algo de luz sobre su identidad profunda.

Son los mismos compañeros que otras veces le han acompañado al monte, y que en esta ocasión suben con él al Tabor para contemplar juntos la caída de la tarde. No menos poético es el pasaje evangélico; no menos simbólico y representativo el recurso de encumbrar a Jesús poniéndolo en relación con dos figuras claves en la Historia del judaísmo: Moisés y Elías. Pero de nuevo no es la imagen poderosa, gloriosa, mística e inalcanzable de Jesús la que me interesa. A mi parecer, la verdadera riqueza de este texto no reside en ese despliegue efectista del mysterium tremendum (en palabras de Rudolf Otto). Diría más bien que la sutil belleza de este pasaje la pone un Jesús que sentado en lo alto del monte, mientras medita y saborea los matices que conforman su vida, experimenta la plenitud de sentirse Uno con el universo y feliz consigo mismo.

Contempla el cielo estrellado, se entrega a la suave caricia de la brisa nocturna y piensa en el amor de sus padres, en la compañía de esos amigos que ahora están a su lado haciendo esfuerzos para no dormirse, y mira su cuerpo joven aún, y siente la ilusión y el ánimo de seguir buscando y aprendiendo cosas nuevas cada día... y experimenta en su interior la estrecha unión con el cosmos, una presencia sagrada que anima todo cuanto existe, un inmenso agradecimiento de estar donde está y ser quien es, una alegría tan profunda... que los ojos comienzan a brillarle de la emoción, refulge en su rostro una inmensa sonrisa mientras reprime las ganas de danzar y reír a carcajadas... y sucede que todo él parece revestirse de esa serena y esplendente luz que irradian las personas que alcanzan un determinado estado del espíritu: la verdadera felicidad.

Y en el corazón de su corazón, en ese recóndito lugar donde sólo algunos buscadores logran asomarse de puntillas (los más osados y tenaces, también los más sencillos), escucha un susurro que apenas logra distinguir de sus propios latidos. Ese acento cálido, esa música interior, esa armonía que mueve el universo y le dice en lo secreto: "Tú eres mi hijo, muy amado. Tu vida es hermosa; tú eres bello. Tiene sentido que estés aquí y que seas quien eres". Los que han experimentado alguna vez una sensación de plenitud y comunión parecida, saben que no hay en el mundo palabra capaz de comunicar algo así o hacerlo palpable: tan sólo cabe el estupor de lo sagrado, la mística elocuencia que nace del silencio (un no sé qué que quedan balbuciendo).

En el pasaje de la Transfiguración se dice que la voz calla y los apóstoles guardan silencio: no existe una respuesta única ni tampoco una experiencia, cada persona debe afrontar la búsqueda de su verdad. Y en ese camino nos guía una secreta intuición, una llama de amor cuya luz aclara a veces ciertos tramos del camino, una sed en el corazón que nos va llevando paso a paso, ya al Tabor ya de regreso hacia la fuente de todos los principios (y qué bien sé yo la fonte / que mana y corre / aunque es de noche). Y entonces sí, algún día llegaremos a contemplar cara a cara –como Jesús– nuestra verdad más profunda, a desvelar lo que somos, iluminar la oscuridad y ahuyentar nuestros miedos; dejarnos transfigurar al fin por el Amor y comprender la infinita belleza de ser hijas e hijos de un mismo Dios-Padre-Madre-y-Vida. Es nuestro origen y es nuestra meta, sentido de nuestros pasos: alfa y omega.

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