Como indiqué el domingo pasado, las tres lecturas de los domingos de Pascua nos hablan de los orígenes de la Iglesia, de las persecuciones de la Iglesia, y de nuestra relación con Jesús.
Iglesia naciente La primera lectura nos cuenta la institución de los diáconos y el aumento progresivo de la comunidad, subrayando el hecho de que se uniesen a ella incluso sacerdotes. La comunidad de Jerusalén estaba formada por judíos de lengua hebrea y judíos de lengua griega (probablemente originarios de países extranjeros, la Diáspora). Los problemas lingüísticos, tan típicos de nuestra época, se daban ya entonces. Los de lengua hebrea se consideraban superiores, los auténticos. Y eso repercute en la atención a las viudas. Lucas, que en otros pasajes del libro de los Hechos subraya tanto el amor mutuo y la igualdad, no puede ocultar en este caso que, desde el principio, se dieron problemas en la comunidad cristiana por motivos económicos. Los diáconos son siete, número simbólico, de plenitud. Aunque parecen elegidos para una misión puramente material, permitiendo a los apóstoles dedicarse al apostolado y la oración, en realidad, los dos primeros, Esteban y Felipe, desempeñaron también una intensa labor apostólica. Esteban será, además, el primer mártir cristiano. Iglesia sufriente La primera carta de Pedro recuerda las numerosas persecuciones y dificultades que atravesó la primitiva iglesia. Lo vimos el domingo pasado y lo veremos en los siguientes. Pero este domingo, aunque se menciona a quienes rechazan a Jesús y el evangelio, la fuerza recae en recordar a cristianos difamados e insultados la enorme dignidad que Dios les ha concedido: «Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios para proclamar las hazañas del que os llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa». Iglesia creyente El evangelio nos sitúa en la última cena, cuando Jesús se despide de sus discípulos. Sabe el miedo que puede embargarles a quedar solos. Y los anima a no temblar, insistiéndoles en que volverán a encontrarse y estarán definitivamente juntos. Aparece en este texto una de las mejores definiciones de Jesús, de las más adecuadas para presentar su persona: «Yo soy el camino, la verdad y la vida.» Camino para llegar al Padre (el evangelio parece sugerir que para llegar a Dios hay muchos caminos, pero para llegar a Dios como Padre el único camino es Jesús). Verdad en medio de las dudas y frente al escepticismo que mostrará poco más tarde Pilato preguntando: «¿Qué es la verdad?» Vida que todos anhelamos que no termine nunca, la vida eterna, que empieza ya en este mundo y que consiste «en que te conozcan a ti, único dios verdadero, y a quien enviaste, Jesucristo». Como ocurre siempre en el cuarto evangelio, el texto supone también un reto para la fe. Nos invita a creer en Jesús como se cree en Dios; a creer que, quien lo ve a él, ve al Padre; quien lo conoce a él, conoce al Padre; que él está en el Padre y el Padre en él. Y al final, el mayor desafío: creer que nosotros, si creemos en Jesús, haremos obras más grandes que las que él hizo. Parece imposible. El padre del niño epiléptico habría dicho: «Creo, Señor, pero me falta mucho. Compensa tú a lo que en mí hay de incrédulo».
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