A Facundo Cabral, asesinado el domingo en Guatemala,
con admiración y gratitud. Como muchas otras, también ésta debió ser una parábola provocativa. No sólo porque parece ir contra el “sentido común” –que aconsejaría arrancar la cizaña, para que no impida el crecimiento del trigo; cuando yo era niño, mi padre nos mandaba al campo a arrancar “hierbas malas” de los sembrados-, sino porque sería una respuesta a las críticas que recibía el propio Jesús por su postura con respecto a quienes la religión había marginado. No en vano, se le acusaba de ser “amigo de publicanos y pecadores” (Mateo 11,19). Por otro lado, la parábola podría reflejar inquietudes propias de la comunidad de Mateo, preocupada por separar con claridad los “buenos discípulos” de quienes no lo eran. Como tantos grupos humanos, buscaría marcar una línea divisoria, entre el “trigo” y la “cizaña”. Pues bien, sea que se refiera a la vida histórica de Jesús, sea que se haya adaptado para responder a alguna polémica comunitaria posterior, lo cierto es que el mensaje de la parábola no deja lugar a dudas: “dejadlos crecer juntos”. Parece claro que a los seres humanos nos pone nerviosos lo diferente, así como todo aquello que vaya en contra de nuestros valores. Si a ello le agregamos la necesidad de “tener razón”, característica del yo, podríamos explicarnos el origen de muchos tabúes, límites, juicios, procesos inquisitoriales y condenas… A las religiones, como a las sociedades, les ha gustado tener todo bien clarificado y establecido, para evitar sobresaltos. Detrás de todo ello, lo que se buscaba era asegurar la pervivencia y defenderse de la amenaza de la inseguridad. Es la necesidad de seguridad la que nos lleva a ponernos en guardia frente a lo diferente y a deslegitimar a quien no reconoce nuestros propios valores. La parábola que estamos comentando es una llamada a la tolerancia. Tolerancia no es sinónimo de “buenismo” amorfo, ni constituye tampoco la antesala del relativismo suicida. Tolerancia es respeto y valoración de la persona, por encima de discrepancias, de actitudes contrarias e incluso, según Jesús –algo que los cristianos hemos tendido y tendemos también hoy a olvidar-, de agresiones recibidas: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen… No juzguéis” (Mateo 5,44 y 7,1). Si todas las parábolas de Jesús tienen a Dios como telón de fondo –en el sentido de que buscan “contarnos” cómo es-, en ésta se nos mostraría el modo de actuar de Dios (y de Jesús), en contraste con el nuestro más habitual. Un modo de actuar que es una llamada desconcertante al respeto hacia todos y que, al mismo tiempo, nos hace ver que, probablemente, el “trigo” y la “cizaña” se dan juntos en el interior de cada cual: “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Mateo 7,3). ¿Significa esto que “todo da igual”? No; pero el hecho de que no todo sea igual, no puede convertirse en pretexto para condenar a nadie. Entre el relativismo del “todo vale lo mismo, luego nada vale nada” y elabsolutismo de quien pretender poseer la verdad, necesitamos reconocer, con toda lucidez y humildad, que el modo humano de conocer es necesariamente relativo, porque somos seres situados –enrelación a un tiempo y a un espacio-, que sólo pueden ver la realidad desde una perspectiva limitada. Únicamente el reconocimiento de esa limitación inevitable nos permitiráconvivir respetuosamente en la diferencia. Si nos ceñimos a la Iglesia, no es difícil advertir posturas muy diferentes y hasta posicionamientos enfrentados. En un momento de cambio profundo como el actual, no tendría que resultar extraña la existencia de perspectivas muy distintas, si tuviéramos en cuenta que lo único que ocurre es que están conviviendo “idiomas” diversos. Al olvidarlo, se atribuyen intenciones negativas a quien piensa de un modo distinto. Variarán los calificativos empleados –desde un ángulo, se bramará contra la “herejía”; desde otro, contra el “fundamentalismo trasnochado”-, pero en ambos casos el mecanismo es el mismo: la necesidad egoica de tener razón y el desconocimiento de que el otro está usando un “idioma” diferente al mío. Del mismo modo que no podemos hablar sino dentro de una lengua concreta, tampoco podemos pensar sino dentro de un paradigma. Eso significa que nuestra aproximación a la realidad nunca puede ser inmediata, sino que es necesariamente mediada o filtrada por el paradigma –filtro o idioma cultural- que llevamos incorporado. Este sencillo reconocimiento nos hace más humildes y nos permite convivir en el respeto. Niels Bohr, uno de los grandes iniciadores de la física cuántica, afirmó que “lo opuesto de una verdad profunda puede ser también otra verdad profunda”. Y para él no se trataba de una creencia o una opinión personal, sino de una constatación fruto de sus experimentos con partículas subatómicas. También en teología, afirmaciones formalmente contradictorias pueden ser “verdaderas”, dentro del marco del “idioma” en que se pronuncian. Si somos capaces de distinguir el “idioma” de la “verdad”, y nos vamos liberando de la necesidad de nuestro ego de “tener razón”, como forma (ilusoria) de sentirse seguro, habremos dado un gran paso en la buena dirección. Pero me parece importante reconocer que siempre nos moveremos en un agudo filo, con riesgo de despeñarnos por el lado del relativismo o del absolutismo. El relativismo gnoseológico niega la posibilidad misma de crecer en conocimiento de la verdad; según él, los “idiomas culturales” no son sino gramáticas sin sentido que no conducen a ninguna parte. El absolutismo dogmático, en el extremo opuesto, confunde la creencia propia con la Verdad; en la práctica, vive en la presunción arrogante de que la verdad únicamente puede expresarse en su propio “idioma”, de modo que quien no hablara este idioma, estaría en el error. Queda claro que ambas actitudes nacen del ego: la primera, de un ego despechado que, al no soportar su propia incapacidad para apresar la verdad, concluye que no existe una cosa más verdadera que otra; la segunda, de un ego inflado, que necesita creerse dueño de la verdad, para alejar la inseguridad que percibe como su mayor amenaza. En ambos casos, se trata de mecanismos de defensa, por los que ego trata de evitar el reconocimiento de sus propios límites. Aunque es cierto que cada uno de ellos se halla más acorde con un determinado nivel de conciencia. Así, es más fácil que en el estadio mítico, el ego sea absolutista: el rasgo característico de ese estadio es el etnocentrismo, que incluye la creencia de que la verdad es la del propio grupo o raza; el “idioma” del propio pueblo no es uno más, sino el único verdadero. Sin embargo, en un nivel “racional avanzado”, como puede darse en nuestra postmodernidad, el ego tiende a volverse relativista: no niega la validez de ningún “idioma” –es la etapa del pluralismo-, pero a nada otorga valor. Entre ambos extremos, la tolerancia a la que nos invitaba la parábola es un aprendizaje humilde, de resultados profundamente humanizadores. Y, como el presente comentario ha girado en torno a la “verdad” y los “idiomas” en que tratamos de acercarnos a ella, me gustaría terminar con un texto sabio de Marià Corbí, director del Centro para el Estudio de las Tradiciones Religiosas (www.cetr.net), que ofrece “criterios” que podemos usar como autocrítica de nuestra propia postura y advertencia frente a nuestros propios riesgos. “La verdad que condena no es verdad. La verdad sólo libera. La verdad que somete no es verdad. La verdad sólo desata las cadenas. La verdad que excluye no es verdad. La verdad sólo reúne. La verdad que se pone por encima no es verdad. La verdad sólo sirve. La verdad que desconoce la verdad de otros no es verdad. La verdad es sólo reconocimiento. La verdad que no mira a los ojos a otras verdades no es verdad. La verdad es sólo acogimiento sin temor. La verdad que engendra dureza no es verdad. La verdad es sólo amabilidad y ternura. La verdad que desune no es verdad. La verdad sólo unifica. La verdad que se liga a fórmulas, por escuetas que sean, no es verdad. La verdad es sólo libre de formas. Si la verdad se liga a fórmulas, tiene que condenar, excluir, desunir, tiene que ponerse por encima, dar por falsas otras verdades. La verdad reside en formas, pero no se liga a ellas. Por eso, en las nuevas sociedades globales, la espiritualidad no puede pasar por creencias que se proclaman exclusivas poseedoras de la verdad”.
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