“El papel de la teología no es clonar encíclicas. No se hace teología repitiendo sin pensar declaraciones del llamado magisterio eclesiástico”. Con esta reflexión distendida concluía el pasado 5 de agosto la Escuela de Teología Rahner-Balthasar de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo.
En la conferencia inaugural, el teólogo Roger Haight, alentó al público reunido en el palacio de La Magdalena, en Santander, para participar en el curso de verano sobre La transformación de la teología, hoy: pluralismo y laicidad. “Compartimos solidaridad y esperanza, unidos en la fe, pero divididos por las ideologías… Están en declive las religiones, pero no la fe…”, decía el teólogo norteamericano. “La juventud se aleja cada vez más de las iglesias , y con razón, porque el lenguaje que se habla en ellas no les dice nada. Pero aumenta la demanda de espiritualidad y los compromisos de solidaridad. El relato evangélico vale para todas las personas en busca de sentido en su vida. Lo que Jesús dijo e hizo, lo que pasó con el ajusticiado inocente que creemos que vive, sigue siendo válido hoy para darnos vida”. Hay que revisar y reinterpretar, no meramente renovar. El Concilio Vaticano II significó la llegada con retraso de siglos de una importante ruptura con las desviaciones medievales de la teología romana (no una mera readaptación como dice la versión oficial actual). “La soberanía de la religión es incompatible con la soberanía del pueblo”, dijo José María Castillo. “Los derechos absolutos de la religión son incompatibles con los derechos humanos. La cristiandad equivale a violencia, lo que es incompatible con el Evangelio. Porque es incompatible con lo más elemental de la dignidad humana”. Pero la reinterpretación de la teología no puede quedarse en primermundismo, androcentrismo y logocentrismo. “Las teologías feministas nos hacen cambiar el paradigma unisexual de la tradición teológica eurocéntrica y androcéntrica”, decía Margarita Pintos. La voz del Presidente de Europa laica, Francisco Delgado interpeló a la teología para tomar en serio la secularidad y laicidad, sobre todo en las relaciones apropiadas de separación entre iglesias y estados. Recogió el reto Juan José Tamayo, apoyándose en “el laico Jesús de Nazaret” y el movimiento laico desencadenado por él: “el cristianismo primitivo, a favor de la libertad de conciencia y la libertad religiosa, no rechaza al estado laico. La secularización está en la entraña misma del cristianismo”. También las religiones orientales confrontan semejante problema. Incluso un budismo laico y actualizado, como el que representaba la ponencia de Kotaró Suzuki, reconoce que las nuevas generaciones son cada vez menos institucionales, sin dejar por eso de vivir la búsqueda de espiritualidad y la práctica de solidaridad. Para la historiadora japonesa Chiaki Watanabe, especialista del estudio comparado de nacional-catolicismo y nacional.sintoismo, la presente situación española de maridaje entre la ultraderecha política y la religiosa recuerda peligrosamente los tiempos anteriores y posteriores al conflicto civil de 1936. Estamos viviendo una época difícil de transición cultural. “No acabamos de renunciar a los ídolos del pasado ni llegamos a recrear nuevos símbolos”, decía hace ya más de medio siglo el filósofo Paul Ricoeur. Hoy, ya en la segunda década del tercer milenio, los lamentos de los neoconservadurismos eclesiásticos, casados con el gruñido crispado de sus homólogos políticos, en plena crisis por el juego de los poderes financieros, no halla eco en las nuevas generaciones; indignadas con razón, no logran que se haga oir su demanda de una nueva equidad. Cuando se les pregunte por su fe, no serán pocos quienes afirmen que “creen en Dios, pero no en las iglesias”. Y encuestas como la del barómetro de El Pais (20, Julio, 2011) colocarán en altura favorable a las ONG y Caritas, y dejando en ínfimo lugar a los políticos y los obispos. A las voces de cierta teología que repite el lema de una “nueva evangelización” habrá que responder con la exigencia de un nuevo lenguaje y una nueva práctica. “El cristianismo está en un perído de declive, seguía diciendo el profesor Haight, pero no se debe al sentido interno del mensaje cristiano, sino al modo como es presentado en nuestra cultura de hoy”. No basta envolver el lenguaje estrecho de las iglesias de ayer en una aparente adaptación espectacular o en una “movida” que haga bailar a la gente de hoy en asambleas espectaculares. No basta una adaptación superficial al presente, rebozando con música de hoy ideologías de ayer. No podemos vivir de la añoranza del pasado. Desde el presente de Jesús, El que Vive, y de cara al futuro hay que reconstruir, revisar, reinterpretar. Pero el lenguaje que escuchamos en sermones episcopales y encíclicas pontificias parece seguir la pauta de las réplicas presuntamente artísticas como la basílica de “Nuestra Señora de la Paz” construída en la ciudad de Yamoussoukro, Costa de Marfíl, a imagen de la de San Pedro, en el Vaticano: una de las mayores iglesias católicas del mundo, con una cúpula de 149 metros de altura y capacidad para más de 15000 personas en su interior y 300,000 en la explanada exterior. Mientras el entonces presidente de Costa de Marfíl, Felix Houphouet-Boigny, pagaba de su bolsillo casi 150 millones de dólares para construir entre 1986 y 1989 la iglesia que el papa Juan Pablo II consagró en 1990, seguía muriendo de hambre la infancia anémica de su pueblo. Cuando el cardenal Fisichella nos invite a una nueva evangelización, habrá que recordarle: que no sea clonación repetitiva sino reinterpretación creadora.
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