El domingo de Ramos hacemos dos lecturas en las que se recogen los últimos días de la vida de Jesús. Siguiendo la narración, caminamos desde su entrada triunfal en Jerusalén hasta su entierro, pasando a través de diversas escenas de gran intensidad dramática y profundamente teologizadas. Es significativo que en este recorrido se deje fuera un momento que es crucial para entender las razones históricas de la condena de Jesús y el por qué resultaba tan amenazante para quien ostentaba el poder: la acción profética que él realiza en el templo (Lc 19,45-48).
La subida a Jerusalén fue sin duda para Jesús una decisión meditada, pero también profundamente radical. En ella se ponían en juego todos sus empeños y sueños. Como un profeta al estilo de la más genuina tradición de Israel, Jesús realiza una doble acción simbólica que ponen en evidencia lo lejos que parecía estar el discurso religioso de los dirigentes de Jerusalén de los deseos de Dios. La llegada de Jesús y sus discípulas y discípulos a la ciudad, formando parte de la comitiva de las y los peregrinos que llegaban de los cuatro puntos cardinales del mundo conocido para celebrar las Pascua, se convirtió en una procesión festiva. El maestro evocando la profecía de Zacarías (Za 9,9) quiso cruzar los umbrales de la ciudad santa montado en un borrico, mostrándose así como el enviado humilde de un Dios cuyo poder es el amor. Para algunos ese gesto era altamente provocador y quisieron frenar el entusiasmo que la persona de Jesús provocaba a su paso, pero el maestro no les hizo caso (Lc 19, 39-40). Lucas a continuación narra brevemente un episodio en el que Jesús realiza otra acción altamente provocativa. Al entrar en la primera explanada del templo Jesús expulsa a todos los que compraban y vendían en ese lugar. ¿Por qué lo hace? ¿Es que estaban haciendo algo indebido? La verdad es que no había nada extraño en el comportamiento de aquellas personas, al contrario, pues esa explanada no tenía un carácter sacral, sino que era como una antesala donde se adquiría lo necesario para realizar los sacrificios que se ofrecían en el interior. Esto era así, porque según la legislación judía, había que asegurar que todo lo que se introducía en el templo fuese puro, y eso solo podía certificarse si se adquiría allí. Lo que pretende Jesús entonces, no es cuestionar la ética de quienes estaban comprando o vendiendo, sino denunciar el sistema cultual judío, es decir el tipo de relación con Dios que estaba establecida en el templo. Lucas lo explica poniendo en boca de Jesús dos textos proféticos (Is 56,1-7; Jr 7, 1-11), él solo los evoca con una frase, pero lo que quiere es que se recuerde todo el pasaje, pues esa era la manera de citar cuando la Biblia no estaba todavía dividida en capítulos y versículos. Con ellos lo que quiere decir, es que para Jesús ese tipo de culto no era el que Dios quería, sino que lo habían pervertido, como decía Jeremías y que de ese modo habían excluido a muchos/as del encuentro con él. Y era el momento de que eso cambiase, como había anunciado Isaías. Y esto fue sin duda, lo que determinó definitivamente que quienes se sentían seguros con ese culto buscaran el modo de hacerlo desaparecer (Lc 119, 47). Jesús es consciente de lo arriesgado de su propuesta, pero no puede dejar de anunciar al Dios que arde en sus entrañas. La cena con su comunidad es la expresión más honda del modo en que él entiende su relación con su Padre y de cómo quiere que sus discípulos y discípulas entiendan y continúen su misión. Los signos del pan y del vino, condensan la hondura de su entrega y fidelidad al Padre que busca con pasión ofrecer su amor y perdón a todas y todos. La invitación a hacer memoria de ese momento, no es una simple propuesta ritual, sino una llamada a identificarse con su camino existencial, a descubrir la gratuidad como la única opción para dejar a Dios ser Dios en la historia, a permanecer en la bondad y en la esperanza a pesar del fracaso. Las escenas que siguen en el relato muestran el drama humano que provocan la injusticia y la opresión. El modo en que Jesús lo afronta transparenta el auténtico ser de Dios, un Dios que se deja vencer para que en su nombre no se pueda ya justificar ninguna acción que no sea liberadora y salvadora. La cruz de Jesús, no fue deseo de Dios, porque él no quiere nada que produzca sufrimiento y destrucción, pero junto a Jesús respondió a la violencia con perdón, al odio con ternura y al poder avasallador con humildad y permanencia. En la cruz de Jesús, siguió demostrando su amor desmedido por el ser humano, y negó cualquier justificación de la venganza o de la violencia en su nombre. Para la primera comunidad fue difícil ahondar en el misterio que atravesaba la opción definitiva de Jesús. Todos y todas estaban fascinados por su mensaje, pero la dureza de su final surgió como una bofetada en sus vidas. Los relatos nos hablan también de ese camino comunitario de comprensión y de conversión que los compañeros y compañeras del maestro tuvieron que hacer aquel primer viernes santo. Tuvieron que afrontar la impotencia, el miedo, el fracaso y un fuerte sentimiento de orfandad. Necesitaron tiempo hasta que fueron capaces de encontrar sentido y esperanza… La experiencia vivida por las mujeres que lo siguieron desde Galilea muestra de forma contundente el camino pascual vivido por la comunidad. Ellas son al inicio testigos mudos de los acontecimientos, acompañando en silencio los últimos momentos de vida del maestro entre el dolor y la impotencia ante algo que no pueden comprender. Al amanecer del domingo, en medio del ritual de duelo, ellas hacen memoria existencial de lo vivido junto a Jesús. En ese recuerdo, la tristeza comienza a transformarse en esperanza y comprenden que tenía sentido lo que había ocurrido. El sepulcro vacío ya no hablaba de ausencia, sino de vida, compromiso y misión (Lc 24, 1-10). Ellas también son nuestras compañeras de camino hacia la Pascua.
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