En el último tiempo la Iglesia ha sido remecida en toda su estructura jerárquica. En ello, la Iglesia chilena pareciera sintetizar todas sus bajas pasiones. Luego, es innegable que algo significativo está ocurriendo a la mirada del mundo entero.
Cuando pareciera que ya nada podría ser igual, se despliegan enormes energías humanas para viabilizar una crisis de grandes proporciones. Pero cuidado, hay que detenerse y contemplar los hechos para discernir qué hay en las profundidades de un caos impresionante, porque en la vorágine del proceso no es perceptible. En esa perspectiva, cabe intentar búsquedas honestas, libres y desapasionadas, para encontrar respuestas ineludibles. En tal sentido, la presente reflexión es parte de una secuencia en cuatro etapas que busca ofrecer una mirada, con la pretensión ambiciosa de balbucear qué podría estar construyendo Dios en esta circunstancia histórica. Orígenes de la cristiandad Si bien la cristiandad refiere al conjunto de pueblos cristianos dispersos en la amplia geografía del planeta, existe una acepción que define una época en la historia, donde la fe cristiana se instala en la cultura con el apoyo del poder político, de manera que todo el ámbito social resulta cristianizado por la fuerza de la ley, incluyendo las costumbres y la educación. Se trata de un largo ciclo de la historia, que abarca desde el s. IV d. C. hasta el año 1965, cuando concluye el Concilio Vaticano II. Sus orígenes se remontan a la conversión al cristianismo de santa Helena Augusta - madre del emperador Constantino el Grande. Sin embargo, el hecho decisivo data del año 380 d.C., cuando el emperador Teodosio declara al cristianismo como religión oficial del Imperio Romano. Aquello queda consagrado en el código teodosiano, que concede a la dimensión trinitaria de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, la creencia imperial de los llamados “católicos cristianos”, siendo todos los demás declarados “herejes”. Surge así un cristianismo amparado en el poder político, por coacción, y no en la convicción libre de la persona humana, con lo que la fe queda expuesta en el terreno de una contradicción fundamental. Así, en el ocaso del Imperio Romano, el pueblo cristiano pasa de ser perseguido a perseguidor de otras creencias. Con ello se instala, desde la religión, ese germen de corrupción y violencia que tendrá variadas desviaciones a través de la historia, siendo la más compleja su configuración como un poder religioso. Pese a ello, en ese largo ciclo de la historia de la cristiandad, ha habido también abundante virtud cristiana genuina, como una manifestación elocuente de la acción del Espíritu Santo que, en última instancia, demuestra que Dios no abandona a su pueblo. Han debido transcurrir diecisiete siglos para superar un error histórico-teológico de gran magnitud. Sí, porque recién en el año 1965, el Concilio Vaticano II trajo a la Iglesia de vuelta a sus orígenes, superando esa auto-comprensión como societas perfecta. Con ello, la Iglesia retorna a esa dimensión servidora, que aún dista de ser realidad plena, precisamente por ese lastre histórico de la cristiandad, que ha sido su mayor tropiezo. Debilitamiento de la cristiandad Esta verdadera perversión del cristianismo ha resistido todos los embates de la historia, hasta las más virulentas y enconadas animadversiones. Ni la Reforma protestante, ni la Ilustración, ni la Revolución Francesa, ni los más recientes ataques del laicismo y del secularismo han podido derruir las bases de la cristiandad. Aun así, no han faltado signos de debilidad, ni menos estertores de agonía. Tal vez, el más elocuente de ellos se dejó sentir con la muerte del Papa Juan Pablo II. En efecto, el 18 de abril de 2005, el cardenal Ratzinger lo expresaba con singular nitidez, en la entrada al cónclave que lo elegiría papa. Ese día, en la homilía de la Misa Pro Eligiendo Pontífice, el cardenal Ratzinger decía: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta del fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.” Con esas palabras, Ratzinger reconocía la incapacidad de la Iglesia para guiar los destinos del mundo. Asumía, en la práctica, la ineficacia de la cristiandad para influir en la cultura y en la sociedad postmoderna; mientras esa falta de dinamismo y vitalidad la atribuía, más que a un fenómeno endógeno, a una causa externa, la “dictadura del relativismo”. Y así, ya siendo papa, Benedicto XVI le dio a la cristiandad una renovada vitalidad, reanimando nostalgias y esperanzas, que terminaron por disiparse con su intempestiva renuncia. Luego, con la llegada de Francisco, la cristiandad se benefició del carisma personal de Bergoglio, que le devolvió al papado esa autoridad universal que había perdido. Gestos, acciones y palabras le han dado contenido y coherencia al ícono de la cristiandad, la Iglesia de Roma; mientras las iglesias locales han acentuado ese abismo de incomprensión recíproca con la sociedad de cada pueblo a la que han sido llamadas a acompañar y servir. Lo que no consiguió ninguna de aquellas fuerzas antagónicas a esa Iglesia desvirtuada, vino desde sus propias entrañas, nada menos que desde la misma jerarquía. Así fue como la pederastia dañó severamente los fundamentos de la cristiandad. Pero lo que terminó por socavar su estructura, fue el encubrimiento y la complicidad que se fraguó desde la alta jerarquía, particularmente desde el episcopado. Con ello, la credibilidad y la confianza institucional quedó gravemente comprometida, privando a la Iglesia de esa condición esencial para llevar a cabo su misión evangelizadora. Ocaso de la cristiandad Se ha producido así un verdadero colapso institucional, que ha venido a configurar la muerte de la cristiandad. Si bien, en cada continente y en diferentes latitudes, esa certeza es una realidad en desarrollo, es más evidente en la Iglesia chilena, donde se ha desencadenado con una nitidez impresionante. Pero no hay que confundirse, lo que en apariencia se presenta como un problema local, en la práctica tiene alcance universal. Ya será tarea de otros identificar por qué Chile ha jugado tal protagonismo en este proceso de colapso institucional de la Iglesia jerárquica, ícono de la cristiandad. Sólo como esbozo, habría que señalar la conjunción de algunos factores muy particulares, como la rápida transformación cultural, el surgimiento de una gran masa de población ilustrada, un acelerado proceso de secularización, el apogeo de una sociedad de consumo e importantes fracturas sociales no resueltas, que han derivado en la conformación de una sociedad contestataria y renuente a cualquier manifestación de poder, donde la libertad, la transparencia y la equidad han llegado a ser paradigmáticas. En ese contexto, la intervención de la Iglesia chilena tramada en Roma en la década de los 80, con el propósito de contrarrestar su parresía profética de los 70, imponiendo nombramientos episcopales ajenos a los intereses de la Iglesia local, fueron el sustrato que hizo de la Iglesia institucional una verdadera caldera de pasiones humanas que terminaron por estallar con la evidencia y el encubrimiento de crímenes abominables. Entonces, es necesario caer en la cuenta que “ha muerto la cristiandad”, porque sin esta convicción nada del oscuro presente será provechoso, sino será el anecdotario de una sórdida crónica roja, el epílogo de una fatalidad largamente temida. Se abre así un nuevo capítulo de la historia de la Iglesia, la era de la post cristiandad. En este nuevo ciclo de la historia habrá que esperar un largo proceso de transición, donde las expectativas de grandes cambios podrían ser defraudadas. Luego, con más mesura, y no menos esperanza, porque algo bueno y necesario está pasando, será necesario responder a una cuestión fundamental, cual es: ¿Cómo ser Iglesia en la post-cristiandad?
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