La imagen de la viña tiene mucha historia en la tradición bíblica. La viña es símbolo de Israel (Os 10,1; Is 5,1-7), figura de la novia que va a ser desposada por Dios (Jer 2,21; Cant 1,14; 2,15; 6,11; 7,9.13; 8,12).
La parábola que presenta el evangelio de Mateo puede leerse en clave cristológica y/o en clave eclesiológica. En la primera, Jesús aparece como “el hijo”, enviado tras el trágico destino que corrieron profetas anteriores; o como la “piedra angular”, sobre la que se va a realizar una “nueva construcción”. En la segunda, la comunidad de Jesús se ve a sí misma como el “otro pueblo” al que se le dará el reino para que produzca los frutos que no dieron los primeros “labradores” (el pueblo de Israel). Probablemente, la alusión a la “muerte de los malvados” haga referencia a la destrucción del templo y de Jerusalén, perpetrada por los ejércitos de Roma en el año 70. En cierto modo, la parábola hace una lectura de la historia desde la perspectiva de aquella primera comunidad cristiana. Al igual que las personas individuales, también los grupos leen la historia desde una perspectiva particular –no puede ser de otro modo, dado el carácter “situado” del que no podemos escapar-. El problema no está tanto en el carácter relativo de una tal lectura –que es inevitable-, cuanto en la absolutización del mismo. Por ejemplo, la lectura que el pueblo judío hace de aquel periodo histórico es radicalmente divergente. ¿Significa eso que está más equivocada que la anterior? No; significa que el punto de vista adoptado es otro. Solo el reconocimiento humilde de los límites inexorables de nuestra visión particular nos liberará de cualquier tipo de dogmatismo y fanatismo, haciendo posible el diálogo respetuoso y enriquecedor. Cuando eso no se da, aparecen enfrentamientos, que pueden llegar a ser intensos y desgarradores: la causa es solo la ignorancia, que nos hace confundir la verdad con nuestra perspectiva particular. Por eso, me gusta recordar las sabias palabras del maestro tailandés Ajahn Chah: “Tenéis un montón de puntos de vista y opiniones sobre lo que es bueno y lo que es malo, lo correcto y lo incorrecto, sobre cómo deberían ser las cosas. Os aferráis a vuestros puntos de vista y sufrís mucho. Solo son puntos de vista, ¿sabéis?”. ¿Significa esto que no existe la verdad, o que hay “muchas verdades”? No, la Verdad existe y es una con la Realidad. Por eso, la apertura, la humildad, el estudio y el diálogo nos permiten crecer en ella. Pero lo que es plural, inevitablemente, es nuestra aproximación a la misma. ¿Por qué nos cuesta tanto aprender a convivir en el respeto a la diferencia? Parece ser que, fruto de nuestra historia como especie, hemos crecido convencidos de que la verdad pertenece al propio grupo (etnocentrismo) y que esa certeza es fuente de seguridad inequívoca. Reconocer que no es así, implica descender del pedestal al que nos habíamos subido y, sobre todo, constatar que nuestra seguridad no se apoya en aquella creencia, sino en otra realidad que habremos de descubrir. La seguridad, ciertamente, no puede hacer pie en una creencia, por importante que nos parezca: porque toda creencia es solo un objeto mental y, como tal, es variable. La seguridad únicamente se sostiene sobre la realidad de lo que es. Cuando descubrimos que nuestra identidad no es el yo, sino el Fondo último de lo real, nos reconocemos en casa, en seguridad y en confianza. Pero hasta que no lo experimentemos, vagaremos buscando inútilmente seguridades que nos sostengan.
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