La desinstitucionalización de la familia es uno de los aspectos más notorios de la crisis de la modernidad. ¿Qué es hoy una familia? ¿Dónde están los vínculos inquebrantables de la institución aglutinadora de abuelos, padres, hijos, tíos, primos y nietos?
La reconfiguración de los papeles sexuales, la inestabilidad de los lazos conyugales, el divorcio, el volverse a casar, fragmentan el núcleo familiar. Los niños van y vienen por entre varios hogares autónomos, en contacto con diferentes adultos que les transmiten como valores tantas opiniones y actitudes divergentes que ellos quedan convencidos de que todo es relativo. La crisis del modelo familiar tradicional procede de factores tales como la emancipación de la mujer, que ya no depende del marido para sustentarse; del desprestigio de la autoridad paterna; de la igualdad de derechos de las personas; todo lo cual enmaraña y carcome la antigua jerarquía de papeles definidos entre abuelos, padres, madres, hijos y tíos. Esta atomización del núcleo familiar desmonta el concepto de autoridad, el ejercicio de la obediencia, el patriarcalismo dominante hasta ahora. La familia ahora es un agrupamiento funcional de intercambios afectivos e intereses económicos. En ella los deberes específicos de cada uno pierden nitidez. Los rituales de entrelazamiento y consolidación -comidas juntos, asistencia dominical al culto religioso, vacaciones conjuntas, celebraciones de cumpleaños, etc.- se esfumaron sin que se haya introducido una nueva liturgia de estrechamiento de los vínculos familiares. ¿Qué es hoy día un hogar? Un espacio de vivienda donde cada uno se mueve al compás de sus intereses individuales. En lugar de la mesa puesta con la familia alrededor, la nevera como proveedora de abastecimientos; en lugar de la sala como espacio de convivencia, el cuarto individual como local de refugio, donde cada uno se esconde entretenido con la parafernalia electrónica, como la televisión e Internet, que sustituye, con su relación virtual, la sociabilidad basada en la alteridad. La soledad deja de ser un ambiente para la acción solidaria y el alimento espiritual para funcionar como refugio de evasión solitaria. Otra causa de la disgregación de la familia tradicional es el poder ejercido por el imperio televisivo. La tv es el “tercer padre” que ejerce una fuerte influencia en la formación de niños y adolescentes. Desplaza el núcleo familiar de su relación de alteridad (conversaciones en torno a la mesa, en la terraza, en la acera o en el patio; juegos de mesa o de cartas, recitales de música o de teatro improvisados, etc.) por la confluencia de todos en torno a la pantalla de la televisión. La familia real cede su lugar a la virtual. Y en muchas familias ya ni se da yuxtaposición; hay un aparato de tv en cada cuarto, atomizando las relaciones y dificultando el diálogo. La democracia liberal -la que se basa en la adquisición de bienes materiales y permite a todos evaluar su grado de libertad según su proximidad o distancia del mercado- se impone a la familia a través de la tv, anulando los rituales fundados en el afecto y en la complicidad de la sangre. Ya no se estila que la autoridad paterna decida lo que, en la tv, conviene o no a los niños. Ni hay debates familiares. Cada cual decide, a su gusto y antojo, el tiempo y el contenido de su voluntaria sujeción a la tv, en detrimento del diálogo familiar, la lectura, la oración, la diversión, el ejercicio físico o el desempeño social (visitas, asistencia al club, biblioteca, teatro, etc.). La familia actual tiende a ignorar a los parientes, no se interesa por ellos, aunque conserve gran aprecio por los nuevos ‘parientes’ a los que abre casi a diario puertas y corazones: William Bonner y Fátima Bernardes; Hebe Camargo y Faustão; Luciano Huck y Luciana Giménez; Datena y Boris Casoy; y toda la pléyade de héroes y heroínas de telenovelas, programas infantiles y dibujos animados. Estos nuevos tíos y tías tienen la ventaja de ser siempre divertidos y educados; no piden dinero prestado, ni beben nuestras bebidas ni comen nuestra comida; no ocupan espacio; no nos llaman para asistirlos en sus enfermedades; se muestran siempre sanos y risueños; son ricos y famosos. Como la realidad es cada vez más virtual, podemos incluso sentir su perfume… Freud quedaría confundido si viniera hoy. Ya no tenemos necesidad de “matar al padre” o de “odiar al hermano”. Basta con marcar el número fatal que excluye a un “hermano” o cambiar de canal cada vez que aquel inoportuno a aquella mujer fatal aparece en el video. Cada noche millones de telespectadores se alimentan abnegadamente de esa sopa de entretenimiento -telenovelas, programas humorísticos, deportivos, etc.- compuesta de todo cuanto falta en su vida real: un gran amor, la emoción, el desafío, el ideal, la belleza, la rueda de la fortuna… Y la vida sigue. Dentro de la televisión. Y por fuera, sin ser protagonistas ni sujetos históricos, aceptamos ser meros espectadores urgidos a consumir. O mejor, a sumir conjuntamente. Y dejar que ídolos virtuales vivan por nosotros. [Autor de "El arte de sembrar estrellas", entre otros libros. http://www.freibetto.org Copyright 2010 - Frei Betto - Se prohíbe la reproducción de este artículo por cualquier medio, electrónico o impreso, sin autorización. Contacto - MHPAL - Agência Literária ([email protected]) Traducción de J.L.Burguet].
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