El tema me resulta muy sugerente. Es el papa Francisco quien, en su importante encíclica «Laudato sí» (n. 236), alude a esta dimensión de la eucaristía. Porque en el pan y el vino de la eucaristía se concentra toda la esencia de la creación, la exuberante riqueza de sus recursos, la fecundidad inagotable de la tierra, la belleza deslumbrante de sus fuentes, de sus mares y ríos, de sus bosques, de sus montañas.
Algo de esto intuía ya, en la segunda mitad del siglo II, Ireneo, el santo obispo de Lyon. Al referirse al pan y al vino de la eucaristía los reconoce como algo nuestro, algo que nos pertenece, algo carnal y terreno, porque son algo creado, algo terrenal. De ahí arranca la fuerza renovadora del misterio eucarístico, como evoca Ireneo: de las viñas, fecundas y verdes, que dan color a nuestros campos; de las cepas, vigorosas y retorcidas, de las que cuelgan los racimos; de las uvas, cosechadas afanosamente y volcadas en el lagar para ser pisadas y exprimidas; de las espigas doradas, preñadas de trigo, dispuestas para la trilla y la cosecha; del trigo molido, convertido en harina, y de las uvas prensadas, convertidas en vino (Ireneo, Contra las herejías, IV, 18, 4). De este modo, «el pan, que es de la tierra, después de haber sido pronunciada la invocación de Dios (epiclesis), con la oración de bendición, deja de ser pan ordinario» y se convierte en algo celestial, divino. Es el gran misterio de la unión, del encuentro de lo terreno con lo celestial, de lo humano con lo divino (Ireneo, ib. IV, 8, 5). Esta línea de reflexión es recogida por el papa en su encíclica (n. 236): «En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. […] El Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él. En la Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado, presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios. En efecto, la Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico: ¡Sí, cósmico!. […] La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado». Y a continuación cita estas hermosas palabras de Benedicto XVI: «En el Pan eucarístico, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo». El texto es, sin duda, de una gran densidad teológica. Los dones eucarísticos, el pan y el vino, por su condición material y terrena y por su vinculación al trabajo del hombre, son parte de la creación, son algo nuestro, «un pedazo de materia» dice el papa; pertenecen a nuestra condición más propia e íntima. Esos dones no son algo que se nos haya dado «desde arriba», desde el cielo, desde fuera, sino que nos llega «desde dentro», desde nuestro mundo, desde nuestro cosmos. Todo esto apunta al convencimiento de que, en el insondable misterio eucarístico, los dones presentados son una representación del cosmos. Todo el universo cósmico es asumido y representado en la eucaristía. Por eso dice el papa Francisco: «La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado». De este modo la eucaristía acaba convirtiéndose en el centro del cosmos, en el «centro vital del universo». El pensamiento del papa se completa brillantemente con las palabras de Benedicto XVI. Esta presencia del universo cósmico en los dones eucarísticos va orientada hacia una sublimación trascendente, hacia una plenitud, hacia una «divinización», hacia las nupcias místicas del universo creado con el creador. Es precisamente la acción santificadora de Dios, al actuar sobre los dones del pan y del vino en la eucaristía, la que, a través de los dones eucarísticos, se derrama y actúa en la totalidad del cosmos. Porque, como apuntan los textos, en el pan y en el vino hay una «orientación», una intencionalidad objetiva, algo así como una querencia profunda, a proyectar toda su fuerza de transformación regeneradora y refrescante en todo el universo cósmico. Hasta que el cielo y la tierra se abracen y se confundan en un intenso misterio de comunión.
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