“Si quieres la paz, prepara la guerra” es el dicho romano que en latín suena de este modo, “si vis pacem, para bellum”. Esta máxima ha sido y es el eje cartesiano de la historia, tanto individual como colectiva; civil y religiosa; como si el “homo homini lupus” (el hombre es un lobo para el hombre) fuese irremediablemente inevitable. Pero habría que cambiarlo radicalmente por “si quieres la paz, prepara la paz”.
Es lo que Jesús de Nazaret pretendió al romper esta dinámica belicista y de violencia con aquello de “dichosos los mansos…; dichosos los que buscan la paz (Mt. 5,4.9); “amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian” (Lc. 6,27-28). A partir de la II guerra mundial hay una necesidad imperiosa de buscar la paz entre los pueblos (en España, en la dictadura franquista, resuenan aquellos 25 años de paz totalmente ficticios, porque si no hay libertad no puede haber paz) y nace la ONU, octubre de 1945, como órgano mundial de mediación y arbitraje entre los posibles conflictos. Con la guerra de Vietnam (1959-1975) el movimiento ciudadano por la paz se hace más intenso y la paz es un valor mundial en alza. Y se plasma con aquel eslogan “Haz el amor y no la guerra”. Otro tanto ocurre con la llamada “guerra del Golfo” (1990-1991) o la de Irak en el 2003 con la foto de las Azores (Bush, Aznar y Blair) y las supuestas armas de destrucción masiva de Saddam Hussein como trasfondo; de nuevo la paz recobra su valor como sentimiento colectivo y global, necesario y urgente. Pero los conflictos bélicos se suceden día tras día y las acciones terroristas, como las de los últimos días en el corazón de París, nos advierten de que el deterioro de la paz es progresivo y es una meta lejana. Ahora bien, este abandono de la ética de la paz tiene unas raíces y no sucede por casualidad. El ser humano vive su existencia en una dialéctica atroz entre el anhelo de paz y el conflicto, la destrucción. De ahí que el camino de la paz es pedregoso y nada fácil. No son suficientes los símbolos de una paloma o una rama de olivo, ni siquiera la ausencia notable de conflictos; tiene otras exigencias tanto individuales como sociales. No hay paz si no hay armonía en el interior de cada hombre y mujer; o como decían los escolásticos medievales, la recta ratio (recta razón), es decir, un faro interior que nos permita iluminar todos nuestros recovecos, tanto intelectuales como volitivos, en orden a tomar decisiones a favor del bien propio y ajeno, teniendo en cuenta el principio ético de que si es bien para mí (al menos así lo considero) y no lo es también para el otro, entonces pierde su carácter de bondad. Es necesario, pues, tener nuestra casa en armonía, como poetiza san Juan de la Cruz, si queremos irradiar paz a nuestro alrededor. No me imagino al expresidente de Uruguay, José Mújica, declarando la guerra a sus vecinos. No hay paz si no hay justicia; la justicia viene a ser el humus donde se cultiva la paz, donde se alimenta y crece. La justicia social, sobre todo, nos señala una meta: la igualdad entre los seres humanos y el reparto de los bienes y riquezas; o dicho de otro modo, como hace F. Savater, “considerar los intereses del otro como si fuesen los tuyos y los tuyos como si fuesen del otro”. Este es el núcleo más relevante de las guerras y de los acciones terroristas, sin olvidar las religiones. Al capitalismo feroz de todos los tiempos y, sobre todo, al armamentista, le interesa sólo el beneficio; las muertes y sufrimientos de las acciones bélicas son “daños colaterales”. El capitalismo armamentista maneja a los Estados en beneficio propio, bajo el paraguas de una falsa defensa de la paz y de la democracia. Es evidente que mientras la justicia no sea el territorio de las relaciones humanas y de los pueblos, la paz se alejará cada vez más. El poeta bíblico lo tenía bien claro: “La justicia y la paz se besan”. (Salm 84,11). “Que los montes traigan la paz para el pueblo y los collados la justicia” (Salm 71, 3). No hay paz sin tolerancia, es decir, la capacidad, y añadiría, la habilidad de eliminar obstáculos y muros inútiles entre los humanos, ya sean políticos, económicos, religiosos. Con más frecuencia de lo deseable tanto los individuos como los gobiernos y jerarcas religiosos (habría que añadir los económicos, aunque la verdad de éstos es bien clara: el beneficio económico) elevan “su” verdad a la categoría de absoluta. Y de ahí a la intransigencia y a la violencia hay un paso. Por eso con acierto escribe E. Schillebeeckx que “ninguna verdad por muy vinculante que sea puede estar en la base de la tiranía y la contienda humanas”. Con permiso de J. Ratzinger (expapa Benedicto XVI) de vez en cuando se tendría que pasar por la ducha del relativismo. Antonio Machado nos dirá: ¿Tu verdad? No, la Verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya, guárdatela”. No hay paz sin diálogo. La palabra es la que ha de vehicular las relaciones entre hombres y mujeres, entre los diversos pueblos de la tierra. El hombre es el ser “dialógico” por antonomasia. No es necesario acudir a Aristóteles, cuando enseñaba que el ser humano es un animal “político”, sociable; o a M. Heidegger para quien el hombre no es sólo un ser-ahí (Dasein), un ser-arrojado-en-el-mundo, sino que también ónticamente es un ser-con (Mitsein) y, por ello, “la palabra (el lenguaje) es la casa del ser”. Viene en nuestra ayuda H. Küng en su Proyecto de ética mundial. “No hay paz religiosa sin diálogo entre las religiones”. Esto mismo se puede aplicar a otros campos como el político o el económico, ya que para él es “imposible la paz mundial sin paz religiosa”. Para erradicar los fundamentalismos religiosos, políticos… es necesario e imprescindible “la estrategia del abrazo”, es decir, la paz, en esta caso “religiosa” para H. Küng, se logra “mediante la integración de los otros”. Cuando M. Buber, desde su filosofía “personalista”, explica la relación yo-tú, propone que esta relación implica un estar-dos-en-recíproca-presencia y es donde se realiza el encuentro del “uno” con el “otro”. Tal vez la sublime experiencia de D. Bonhoeffer, ejecutado por los nazis en Flossenburg, le da autoridad para recomendarnos que el diálogo entre religiones e ideologías es un imperativo categórico irrenunciable. No sólo con la acción, sino también con la oración: “La Iglesia sólo puede cantar gregoriano si al mismo tiempo clama a favor de judíos y comunistas”. Se impone, pues, la máxima ética de que el conflicto debe resolverse por y mediante el diálogo. La violencia, aunque sea la partera de la historia para K. Marx, no soluciona el problema, lo enquista, y es un camino sin salida a ninguna parte. Cuando mi nieta tenía seis años me enseñó una canción que entonaban con voces infantiles en su colegio público Gandhi: “Ser amigo es mejor/ que andar peleando/ sin razón./ Si hay motivo para pelear,/ manos al bolsillo,/ hay que hablar”.
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