Hasta ahora no han sido muchas las broncas entre políticos a propósito de la participación de los representantes públicos en procesiones u otras manifestaciones religiosas. Creo que cada vez serán más frecuentes en la misma medida que comiencen mandatarios distintos de los habituales a regir los ayuntamientos, diputaciones, autonomías… y demás órganos de gobierno. Seguro que la discusión pasará a los medios de comunicación y a las conversaciones habituales en la calle, en el trabajo, en la familia…
Es evidente que hay diversas maneras de entender la relación entre la Iglesia Católica y las instituciones de nuestro Estado, que según la Constitución es aconfesional. No voy a entrar en lo que pueda implicar esta aconfesionalidad. Mi criterio es que tanto para el Estado como para la Iglesia lo mejor sería que el Estado fuese “laico”. Puramente laico, manteniendo las necesarias relaciones de cooperación con todas las confesiones, al igual que con las demás instituciones civiles que busquen el bien de un grupo de ciudadanos y que desde ningún punto de vista implique mal para alguien. Quiero abordar el tema desde una perspectiva cristiana y ver, desde ella cuál debe parecernos ser el comportamiento más correcto. ¿Qué ha dicho Jesús sobre esta cuestión y cuál fue su postura? La profunda religiosidad de Jesús contrastaba con el formalismo religioso y la vaciedad espiritual interior de los sacerdotes, escribas, doctores de la ley… fariseos, saduceos…(sepulcros blanqueados) del judaísmo oficial. La participación “de las autoridades” en un acto religioso más bien sintoniza con el formalismo que Cristo denunció en el judaísmo de la época. Cuando dice dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios lo que parece que defiende es la independencia entre la Religión y el Estado. Jesús habla del reinado de Dios, pero el reino predicado por él nada tiene que ver con el teocrático pensamiento judío. De hecho son el poder político y religioso unidos los que le llevan a la cruz. Mirando a la historia de la Iglesia podemos observar que durante tres siglos el cristianismo fue una religión marginal y perseguida por el Imperio Romano. No hay cuestión. Pero el impacto del emperador Constantino en su vida ha sido decisivo: de ser perseguido pasa a ser privilegiado y habrá ya siempre, en general, un buen entendimiento durante muchos siglos entre el poder político y el religioso. Hasta que con la Ilustración y la revolución francesa se inicia un proceso de secularización y separación de lo religioso y lo civil. En cuanto a los criterios de la Iglesia Católica para el mundo de hoy, tendríamos que encontrarlos en el Concilio Vaticano II. La idea fundamental la tenemos en la Constitución Gaudium et Spes, nº 76 del Concilio, 7 de diciembre de 1965: La iglesia no está ligada a sistema político alguno. La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas están, aunque de distinta manera, al servicio de la humanidad, lo que conseguirán cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas. Y en el Decreto Ad gentes, nº 12, leemos: La Iglesia no quiere mezclarse en modo alguno en el gobierno de la ciudad terrena. El pensamiento conciliar, pues, está también en las antípodas del ideario del Sacro Imperio, del Antiguo Régimen y del Nacional-catolicismo. En España, con el triunfo del levantamiento militar contra la República y la implantación del Régimen franquista, se consolida hasta la muerte del dictador un nacional-catolicismo semejante a la situación constantiniana, dándose una estrecha relación entre ambas instituciones: el Estado bajo palio y la Iglesia protegida bajo el paraguas del Concordato. Con la muerte de Franco y la Constitución del 78 se inicia una nueva relación Iglesia-Estado que se refleja en los Acuerdos de 1976 y 1979. Pero en la España democrática, a pesar de la aconfesionalidad, siguen prácticas del pasado, tales como los funerales de Estado, presencia de autoridades en misas, procesiones, a veces con presencia de fuerzas militares…, el discurso del Rey en la Ofrenda Nacional al apóstol Santiago, etc. Son residuos del nacional-catolicismo, cuyo eje central era el mutuo apoyo Iglesia-Estado. Su mantenimiento hoy se debe probablemente a intereses bastardos de los protagonistas por ambas partes: jerarcas eclesiásticos y políticos. Quienes entre nosotros quieren ver hoy mezclados el poder político y el eclesiástico es debido a que todavía permanece en ellos una mentalidad que debió quedar atrás en los católicos después del Concilio. Parece que ha nacido una nueva generación política que se planta, con toda razón, creo yo, ante esa situación de maridaje entre el poder público y el poder eclesiástico, propia de otros tiempos. Las voces críticas que manifiestan su escándalo ante tales comportamientos y los condenan dan razones que nada tienen que ver con los valores cristianos: es algo que siempre se hizo, forma parte de la idiosincrasia del pueblo, son costumbres que apoyan la mayoría, son de interés turístico y por consiguiente económico… etc. Estas costumbres, entre otras por las razones expuestas en esta reflexión, deben desaparecer y no podemos menos que aplaudir a los que tienen el coraje que romper con ellas. ¡Estáis haciendo lo que hay que hacer y lo que ya antes otros tenían que haber hecho! Todos los católicos con mentalidad conciliar se alegran de ver el final de lo que nunca debiera haber comenzado. El emperador Constantino, y cuantos eclesiásticos se avinieron a sus intereses políticos, fueron probablemente la principal causa de que el movimiento cristiano iniciado por Jesús de Nazaret se encorsetara en una Iglesia que se fue alejando cada vez más de la doctrina y vida del nazareno y cuyas altas jerarquías se convirtieron, salvo excepciones, en unos mandatarios temporales que encontraron en la Iglesia un privilegiado modo de vida, con comportamientos en algunos casos que denigraron para siempre su historia.
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