Una vez más, Mateo convierte en alegoría una parábola que había recibido de la tradición. Lo que encontramos, por tanto, en el relato, más que las palabras originales de Jesús, es la “adaptación” o “traducción” que el autor del evangelio hizo de las mismas, para aplicarlas a su propia comunidad.
Por eso, no es extraño que, tal como ha llegado a nosotros, aparezca algún dato anacrónico que muestra lo que acabo de decir: · el incendio y la ruina de Jerusalén (“su ciudad”) se narra como algo ya acontecido (año 70); · el último grupo de enviados representa a los primeros misioneros cristianos (de la comunidad de Mateo), que reúnen tanto “a los buenos como a los malos”; · los que rehúyen la invitación –con sus tierras y sus negocios-, así como los que maltratan y matan a los criados, representan, en la intención de Mateo, a las autoridades religiosas judías, que no aceptaron el mensaje de Jesús; · por su parte, los desprotegidos que terminan llenando la sala del banquete son los miembros de la propia comunidad mateana; · el “traje de fiesta” es una alusión directa al bautismo; parece significar que para formar parte de la comunidad –del “banquete de bodas”- se requiere una conducta acorde con los compromisos bautismales; · el castigo señalado para éstos es la expulsión (a las “tinieblas”: fuera de la luz de la comunidad), con el dolor y la desesperación que conlleva (“llanto y rechinar de dientes”); · la alegoría concluye con un dicho frecuente en el mundo judío, cuya veracidad podrían constatar aquellas primeras comunidades: “muchos son los llamados y pocos los elegidos”; en grupos de tipo sectario –en el sentido neutro, sociológico, no peyorativo, del término-, los miembros se sienten objeto de la “elección divina”, por lo que las deserciones se ven como “traiciones”. Hechas estas precisiones para “ubicar” el relato adecuadamente, podemos acercarnos ahora a su contenido, queriendo descubrir lo que el Espíritu, a través del mismo, quiera regalarnos. Tanto la parábola original como la alegoría que elabora Mateo, se construyen a partir de la imagen de la boda, figura bíblica por antonomasia para referirse a la unión de Dios con el pueblo. El relato arranca con una invitación para la boda del hijo, que tiene como trasfondo los usos de la época. Los ricos invitaban dos veces: la primera por escrito; la segunda, por medio de personas. Eso permitía que el invitado reflexionara sobre su posibilidad de devolver la invitación, y que conociera los nombres de los otros comensales. Por eso, un comentario rabínico dice: “Nadie asistirá a un banquete si no ha sido invitado dos veces”. Después de la segunda invitación, rehusar acudir al banquete se consideraba como una afrenta social que dañaba el honor del anfitrión. Sin embargo –aquí hay que encontrar la novedad de la parábola-, la indignación no lleva al rey a castigarlos, sino que le impulsa a buscar a otros, precisamente los más desprotegidos. Con lo cual, se pone de relieve el núcleo del mensaje que la parábola busca transmitir: el acento no se pone en los que se excusan, sino en el interés del anfitrión por llenar su mesa, que no ceja hasta que “la sala se llenó de comensales”. Se trata de un acento que aparece también en otras parábolas –piénsese, por ejemplo, en el sembrador que no escatima la semilla-, y que muestra a Dios como Derroche y Exceso. De los primeros invitados se dice que rechazaron la invitación. A unos pareció más interesante centrarse en sus tierras y en sus negocios; otros reaccionaron maltratando o matando a los enviados. Más allá de la alusión alegórica a la historia de Israel y a su relación con los profetas, no es difícil percibir en el texto un mensaje de sabiduría, válido para cualquier tiempo. Veámoslo desde una perspectiva genuinamente espiritual o transpersonal. En ésta, la “boda” significa el reconocimiento de la Unidad de todo lo real –unidad que no niega, sino que abraza las diferencias- y, en ella, de nuestra identidad más profunda. Participar de la boda supone haber descubierto y experimentado la Verdad de quienes somos, más allá de la identidad relativa de nuestro pequeño yo. Por eso, la boda es símbolo de Plenitud y de Dicha que, en un modelo dual, se nombraba como “encuentro con Dios”. Más allá de los nombres que usemos, lo importante es la experiencia a la que el texto nos invita: tomar distancia del propio ego,comprendiendo que nuestra verdadera identidad no se halla en él –con sus “tierras”, sus “negocios” y sus intereses-, sino en la “Boda” (Identidad no-dual) que somos con todo lo que es. Conocemos bien que el mecanismo primario del ego es la identificación y la apropiación. El ego se aferra a lo que cree que necesita para ser feliz. De niño lo vivió así, y sigue todavía con aquel “mapa” –los mapas infantiles se graban poderosamente en nuestro inconsciente-. Por eso, aunque la persona se haga consciente de la trampa y el engaño, seguirá cayendo en él, mientras perdure la identificación con el ego. Las “tierras” y los “negocios” son los pequeños intereses del ego, de los que no podemos prescindir mientras estemos identificados con él. Porque el ego nos hace creer que es en ello donde se juega nuestra felicidad. La verdad, sin embargo, es otra. A veces son las crisis las que nos ayudan a abrir los ojos, y el desencanto el que tambalea nuestras creencias egoicas más arraigadas. Crisis y desencanto nos han convertido en “desprotegidos”, como los últimos invitados de la parábola. Entonces empezamos a descubrir que ni somos ese ego con el que nos habíamos identificado, y que no seremos más felices por más que consiga todo lo que desea. No somos el ego, ni tiene que importarnos demasiado como le vaya. Somos la Presencia, el Espacio abierto, aquello precisamente que “no podemos saber”, porque es infinitamente más que nuestra mente. Pero en lo que nos reconocemos, cuando logramos silenciarla, y que percibimos como “Nada”, que es un “Todo” transmental, que sabe a Plenitud: eso es lo que somos. ¿Quién quiere identificarse con su ego? Rota la identificación engañosa, nos encontramos ya participando de la Boda. Siempre lo habíamos estado, pero ni lo habíamos hecho consciente, ni lo habíamos podido disfrutar. Al caer en la cuenta, aceptamos gozosos y agradecidos la invitación al banquete, en el que no falta nadie ni nada.
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