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Espiritualidad encarnada por: Vicente Martínez

7/10/2012

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En la postura tradicional de la plegaria cristiana, juntamos las palmas y los dedos de las manos en orientación de súplica hacia el cielo. Con este mismo gesto, los orientales expresan el respeto y reverencia que les suscita el reconocimiento de la divinidad encarnada en la persona a la que se dirigen.

Cada día la gente –y en consecuencia la sociedad- se está desvinculando confesionalmente más de las religiones tradicionales. Cada vez entiende menos una espiritualidad exclusivamente enfatizada hacia lo divino que, como en el caso de Albert Camus le precipita en "una fractura entre el mundo y mi espíritu".

Simultáneamente el homo religiosus del presente anhela encontrar una respuesta más satisfactoria a la ancestral pregunta sobre el sentido de la vida; algo que le ayude a realizar su humanidad. El Nuevo paradigma de una nueva visión del mundo acorde con la ciencia y la cultura del siglo XXI, demanda un nuevo enfoque en las relaciones de lo creado con su Creador.

Willigis Jäger lo resume diciendo que el discurso sobre Dios depende esencialmente de nuestra visión de mundo, visión que ha cambiado radicalmente durante las últimas décadas. Cabe esperar, concluye en su obra "Sabiduría eterna", que las religiones superen su rigidez y conduzcan al ser humano a la experiencia de la unidad, de la vinculación y del amor.

Pero nuestra Iglesia Cristina ha fundamentado tradicionalmente sus columnas de fe sobre las arenas movedizas de un espiritualismo desencarnado que inconteniblemente se nos escurre entre los dedos. La declaración catequética de que los enemigos del alma son tres -mundo, demonio y carne- ha derivado en toda una teoría y praxis de olímpico desprecio a lo corpóreo: una suicida declaración de guerra civil del hombre contra sí mismo.

El hombre es también un sacramento. Quizás el más grande sacramento de Dios que con mayor claridad manifiesta la realidad divina. Realidad interior que le compete por su cualidad de criatura, pues todo cuanto ha sido creado es, sin distinción, sacramento.

Entendemos por encarnación espiritual la unión de la naturaleza creada con la naturaleza divina. Es el misterio de Dios cosificado. Encarnación del espíritu en todas las criaturas, que nos otorga carta de ciudadanía con todas ellas. Lo que, a su vez, nos hace más partícipes de la propia esencia del Ser Supremo. El hombre Jesús de Nazareth –espiritualidad encarnada- se constituyó en ejemplo de cómo remontar la idea de un Dios conceptualizado en formato de LEY, hasta llegar a un Dios en formato de VIDA.

Inmanentemente vivido, su poderosa fuerza empuja al hombre a conocer, sentir y actuar en una red social que desborda toda frontera finita, y que da acceso a la infinita, provocando en toda criatura el compromiso y alianza con cuanto existe y ES. Es el modo de hacer del Dios en ellas encarnado, del Dios en existencia. Y es la manera más propia de un culto religioso genuinamente humano y más adecuadamente rendido -el realmente salvador: compasión y el servicio al otro. Jesús nos lo propone en un hermoso catálogo de actitudes, sentimientos y acciones: las obras de misericordia que, encuadernadas en piel humana, hacen operativo y concreto el precepto del amor universal.

Éste parece ser el camino más seguro para avanzar eficientemente desde el nivel "egocéntrico del yo" hasta el más holístico del "nosotros y todo lo demás". Un manto inconsútil de espiritualidad integral: la que nos propone hoy la Psicología Transpersonal y otras disciplinas del ser. Un escenario en el que, como en un ballet, todos los componentes de la coreografía danzan simultáneamente al son de una misma suprema melodía, la "Sophia perennis", donde -unánimes pero no únicos- se respetan con sumo escrúpulo los tempos y ritmos de la diversidad.

Lo demás no pasa de ser sino una espiritualidad tullida, postrada en una silla ortopédica de ruedas, que inhabilita al paciente para recorrer en libertad los múltiples caminos del espíritu: despejados a veces, a veces sinuosos. Y no sólo le inhabilita a él sino también a cuantos compañeros inexcusables de viaje transitan la existencia con la mirada puesta en idéntico objetivo: la humana plenitud. Cosa evidentemente absurda, cuando se define al hombre como un ser de encuentro con el otro y lo otro, "un ser en el mundo" en el que y con el que se realiza como persona.

Si nos quedamos únicamente con la espiritualidad de un más allá, corremos el gravísimo riesgo de embarrancar en el vacío. La del más acá, la encarnada, la de la existencia, es el puente necesario sine qua non para acceder a la otra orilla. Otra orilla que en el caso humano es también ésta, porque mientras estemos en esta vida el cuerpo es materia y espíritu: jamás el uno sin el otro.

Es famosa la frase de A. Damasio, uno de los neurocientíficos más prestigiosos de la actualidad: "Cuando descubrimos los secretos del espíritu, lo percibimos como el conjunto de fenómenos biológicos más elaborados de la naturaleza y no como un misterio insondable".

Ya W. James apuntaba hace más de una centuria que la psicología debía ser una ciencia fundamentada en la fisiología. Hoy cabe afirmar que otro tanto debe ocurrir con la espiritualidad que llamamos encarnada. Así también lo sugiere Candace Pert, psicofarmacóloga de crédito internacional, cuando propone un nuevo paradigma referido a este orden de relaciones: "la mente no domina al cuerpo, sino que se convierte en cuerpo; cuerpo y mente son una sola cosa".

A quien lo ignora le puede suceder lo que al protagonista del ballet La Sílfide: se olvida de su prometida Effie y se enamora perdidamente del hada. Al intentar retenerla con el velo encantado, lo que consigue es romperle las alas y que se le escape la vida de su cuerpo sobrenatural. James ve morir en sus propios brazos el que había sido su ideal, lo que le causa también a él la propia muerte.

Nos lo advirtió ya un poeta y místico del siglo XVII: "¡Detente! ¿A dónde corres? El cielo está en ti. Buscas a Dios en otra parte y lo pierdes de continuo".

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