Sarapiquí, 4-Enero-2011
(a la memoria de Jéssica Meneses Sánchez, + 12-12-2010) De gira por Colonia Villalobos, en Rio Frío de Sarapiquí, donde recibí el año nuevo 2011, me admiré que esta floreciente población agraria rindiera honor al apellido de quien en estas tierras ejerció un ministerio sacerdotal impregnado por sus luchas constantes por el acceso de las personas pobres a la tierra y por los derechos de la gente del campo, nos referimos al entonces Pbro. Ángel Villalobos… Y mientras agonizaba el año 2010 me avergonzaba del pobre desempeño que como sacerdote he brindado al campesinado y sus luchas, particularmente a las víctimas silenciosas de un Estado que aparenta rostro de oro, con su ejercicio benefector y bondadoso hacia la gente del campo en los estatutos del IDA (Instituto de Desarrollo Agrario), pero con manos y pies de plomo, en los resultados exterminadores del campesinado por sus nefastas políticas y por el ejercicio corrupto de no pocos de sus funcionarios anteriores y actuales, generosos con la donación de parcelas a familiares y amigotes del partido político, y hoy injustos propietarios de parcelas estatales que deberían estar en manos de familias campesinas. Vine a Colonia Villalobos atraido no sólo por la belleza natural de esta zona norte del país sino también para mostrar mi solidaridad a la familia de mi compañero sacerdote Gustavo Meneses Castro, pues en diciembre recién pasado perdió la vida la bella Tita (su sobrina mayor, quien contaba 33 años) a causa de un fulminante cáncer que la acompañó por varios años. Uno de sus hermanos me enseñó un rancho de paja junto al río, en el sitio donde ella acostumbraba sentarse a escuchar su melodía natural, a distinguir los latidos del vientre de la madre tierra y a escribir… Entonces quise imitarla y continué la lectura de uno de los últimos números de la revista teológica CONCILIUM, que versa sobre “ecoteología”, y que apuesta a que “en algún momento del futuro, sea posible hablar con Dios ecológicamente”. Mientras leía apasionadamente, meditaba en los lamentos del río y las protestas del viento golpeando con fuerza las copas de los árboles; escuchaba una manada de bulliciosos pericos y otra de inquietos congos cantando a lo lejos; reconocí, unos 8 metros arriba, a un perezoso comiendo hojas frescas con la santa paciencia que yo siempre me había deseado y los perros corriendo alegremente, sin otra preocupación que comer, dormir y alegrar a quienes les rodean: ESO Sí ES VIDA. Entonces me pregunté: ¿Será posible aterrizar los planteamientos de la ecoteología en la vida diaria de las personas creyentes a fin de que sean sustento para su espiritualidad? ¿Podríamos hablar de una espiritualidad ecológica, a pesar de la crítica de no pocas polémicas y egoistas espiritualidades occidentales, que descalifican el grito místico de la tierra y las oraciones diarias del rio desde el santuario de la creación, ignorados en no pocos de sus templos convencionales? Volví a mirar la foto sonriente de Tita en el recuerdo de su novenario y me quedé atónito al leer uno de sus últimos pensamientos: “Y le he dicho a la muerte que no puede matarme, y le he dicho a la vida que no puede vencerme”… No pocos autores apuntan a que los grandes avances científicos y tecnológicos que vive aceleradamente la humanidad nos impiden sentarnos a contemplar y escuchar los ruidos del silencio, en medio del agobiante trajín diario. La mujer y el hombre de nuestro tiempo tienden a aferrarse a ideologías que han calificado a nuestro tiempo, cuidado que poco más que años anteriores, como el siglo de los fanatismos. Nunca como antes la humanidad había reconocido su raquítica desnudez al mirar su radiografía histórica, carcomida por tantos fanatismos con sus múltiples apellidos: políticos, religiosos, nacionalistas, deportivos, musicales, raciales, sexuales, culturales y hasta tecnológicos. Las personas tienden a agarrarse ferreamente de cualquier cosa que les brinde alguna seguridad , claridad y certeza que les permita ocultar aunque sea brevemente sus miedos, oscuridades y errores propios, en esta nueva forma de esclavitud que hemos creido, equivocadamente, nos ofrece la libertad de pensamiento y autodetermianción…que difícil dejar de un lado nuestras ideas religiosas, políticas, culturales para abrirnos a la escucha del otro. Pero más que un himno desairoso contra el fanatismo, “el nuevo Zeus del Olimpo de los temores de una sociedad enferma”, quiero que descubramos el camino de la espiritualidad ecológica como un mejor remedio contra el miedo de enfrentar nuestra libertad; como un paso necesario en la búsqueda de la justicia ecológica; como un atajo que nos encamine a la ansiada unidad que anunció Jesús para todos sus seguidores (Jn 17, 21) y para todas las personas que nos reconocemos vasijas del mismo barro, hijos de la gran Gaia, descendientes directos de la Pacha Mama: la fértil madre Tierra. Pero debemos tomar en cuenta que nuestra idea de Dios creador no pocas veces carece de traducción concreta en nuestro débil compromiso ecológico y que también es necesario “…dejar de lado la certeza de que al coger un puñado de tierra sabemos perfectamente lo que estamos cogiendo. Adaptando como paradigma un enfoque que permita a Dios ir más allá de nuestras ideas y que se apoye en la apertura a lo que no sabemos de él, a la alteridad de Dios, necesitamos volver hacia la Tierra con la misma apertura que debemos al ser del otro…todo esto debe realizarse con un profundo sentido de respeto que supone aceptar la Tierra, sea o no divina”. Y no podemos seguir mirando la tierra como si fuera una extraña o lejana, pues somos parte de ella, fuimos hechos del mismo barro: “Dicho de otro modo, formamos un único ser, complejo, diverso, contradictorio y dotado de un gran dinamismo que acordamos llamar Gaia”, nuestra madre Tierra. El vertiginoso avance de la ciencia y la técnica han hecho que no pocos de sus adoradores se olviden de Dios. La modernidad ha cambiado a Dios por el progreso y la tecnología, dejando un profundo vacío espiritual que las cosas, por más que nos lo propongamos, no pueden llenar, creando así frustración, oscuridad, frio y miedo a la soledad, a pesar de estar rodeados en todo momento de terapeutas, luz, calefacción y compañía tecnológica. Ello también repercute en nuestra visión de la tierra, hoy reducida por el mercado a un simple objeto de mercancía.“Hasta la llegada de la ciencia moderna…la Tierra se sentía y se veía como una realidad viva e irradiadora, que inspiraba temor, respeto y veneración”. Hacemos desaparecer a Dios de nuestro panorama personal y social y minusvaloramos la tierra, atentando contra la misma humanidad (humus) que ya no encuentra la paz y la tranquilidad que las generaciones anteriores vivieron con la naturaleza. El inadecuado DUALISMO que ha dominado la época racionalista de la humanidad, nos ha pintado como incuestionable verdad la oposición radical entre el bien y el mal; entre temporal y eterno; entro lo espiritual y lo material. Así entonces la materia (la tierra) ha sido tan devaluada que hasta creimos que el único sendero para acercarnos a Dios era mediante una espiritualidad trascendente, desencarnada, celestial, mística y angelical…y por ende anti material, no terrenal, supra mundana…un camino poco probable para la gente normal, que aunque se toma la vida en serio, también debe preocuparse de cumplir con sus obligaciones habituales… Más que proponer argumentos para descubrir la inconveniencia de tal posición dualista, creo que nos convendría replantear este serio asunto desde un enfoque distinto, o en palabras del Papa Juan Pablo II, que caminemos espiritualmente hacia una necesaria “conversión ecológica”, un volver a la tierra de la promesa, un rescate del Adán bíblico (adam, el hombre que viene de la tierra), del humus, fuente y origen de toda espiritualidad verdadera, de este patrimonio común de todas las religiones. “…el ser humano no se limita a estar sobre la tierra. No es un peregrino errante, un pasajero procedente de otros lugares y que pertenece a otros mundos. No. El, como HOMO (hombre) viene de HUMUS (tierra fértil). El es Adán (que en hebreo significa el hijo de la tierra), que nació de adamah (tierra fecunda). El es hijo e hija de la tierra. Y más aún, él es la propia tierra que en un momento avanzado de su evolución empezó a sentir, a pensar, a amar y a venerar… Somos tierra y nuestro destino está inexorablemente unido al de la tierra”. La religión judeo cristiana, dominante en el mundo occidental, posee una inadecuada lectura antropocentrista de aquel texto del Génesis que se refiere al dominio sobre la tierra, que por resaltar al hombre depredador, ha hecho prevalecer “el imaginario social del dominio”, dejando de lado la vida del otro, el complemento de la obra creadora: una espiritualidad ecológica debería tender más bien al biocentrismo. Pero para lograr este cambio trascendental “necesitamos otro modo de pensar si queremos llevar a cabo una lectura ecológica del texto bíblico o de la tradición cristiana”, o del modo de orar y acercarnos al Ser Supremo que camina con su pueblo y eternamente escucha los gemidos de su obra creadora, pues “la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rom. 8, 21). Nuestra indiferencia ecológica ha permitido que la eterna migración de la humanidad abra un nuevo y lamentable capítulo en los llamados refugiados ambientales, personas que han tenido que abandonar sus lugares de origen por fenómenos naturales, particularmente por los nefastos efectos del cambio climático. “Lo que sí sabemos, no obstante, es que los refugiados del clima no son solamente las poblaciones humanas, sino también las aves y otros animales cuyos habitats se han visto destruidos y que están errantes en busca de un nuevo hogar”. Las cartas están servidas en la mesa, la decisión es nuestra: “si no orientamos esta VUELTA HACIA a la comunidad tierra, que sobrepasa lo estrictamente humano, especialmente en lo que respecta al cambio climático (un fenómeno global con efectos específicos en el lugar donde vivimos) no podemos comenzar con las teologías cristianas”, y nuestra oración al Creador y nuestro permanecer en él, dándole la espalda a la obra creadora, será una farsa espiritual. Si no logramos llegar a esa “conversión ecológica” nuestra espiritualidad, cristiana o no, no pasará de ser un romántico discurso religioso o una sensación placentera espiritual que servirá de cómplice ideológico a la devastación del planeta tierra, contrariando la voluntad del Dios creador. Por eso dolorosamente no deja de llamar nuestra atención la ambivalencia de la fe, de nuestro doble discurso religioso, “el ambiguo papel desempeñado por la religión como legitimadora de la explotación de la Tierra y también como fuente de la ética”. En esta nueva década la humanidad está replanteando seriamente los valores que sostuvieron el auge del sistema capitalista, hoy decaido por la crisis económica mundial, siendo la naturaleza y el ambiente uno de los pilares de la vida más afectados por aquella visión economicista. Por eso, entre otras medidas, necesitamos resucitar referencias concretas de personas que con sabiduría apuntaron estas debilidades antes que explotara nuestra insostenible relación con la naturaleza y que nos sirvan de modelos actuales para lo que bien podríamos llamar mártires ecológicos, por el sufrimiento que les ha causado la defensa del ambiente y la obra creadora desde su convicción espiritual ecológica, a no pocos hasta la muerte, tal como aconteció con la religiosa Dorothy Stang, activista a favor del planeta, asesinada por latifundistas deforestadores del Amazonas el 12 de febrero de 2005; o con Chico Méndez, otro activista ecológico asesinado el 22 de diciembre de 1988 en Xapurí, una pequeña ciudad de la Amazonía brasileña próxima a Bolivia, por la defensa de la selva; o con los 4 mártires de AECO en Costa Rica, Oscar Fallas, María del Mar Cordero, Jaime Bustamante y David Maradiaga, ecologistas que se plantaron duramente contra las pretensiones desvastadoras de la empresa maderera Storn Forestal y murieron en un misterioso incendio el 7 de diciembre de 1997; o con los mártires contra la minería en Guanacaste, la maestra liberiana Marina Dávila y el cantautor santacruceño Carlos Rodríguez, quienes murieron la madrugada del 24 de agosto de 1997 en un accidente automovilístico en el río El Salto, de Liberia, regresando de una vigilia ecologista contra la minería de oro a cielo abierto en Lourdes de Abangares, organizada por la Pastoral Social de la Diócesis de Tilarán. Junto a estas personas que hicieron vida el martirio ecológico desfilan infinidad de indígenas, campesinos y líderes populares que siguen oponiéndose a proyectos de minería, de petroleras, de reforestadores con especies comerciales y de muchas empresas depredadoras del ambiente cuya única visión es la ganancia económica, por encima del cuidado del ambiente y la obra creadora.
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