Para el cuarto evangelio, el Espíritu es "otro Paráclito" porque aquellas comunidades de finales del siglo I tienen claro que el "primer Paráclito" es el propio Jesús.
El término griego "Parakletos", que se suele traducir como "Defensor", significa literalmente "el que está al lado", para defender, apoyar, consolar, sostener... Por ese motivo, alguien ha insinuado que la traducción más acorde sería, tanto la de "abogado defensor", como la de "asistente social". En la misma evolución de las comunidades, se fue produciendo lo que los expertos denominan un "dualismo eclesiológico": es decir, se marcaron cada vez más distancias entre la propia comunidad y "los de fuera" (el "mundo"). El redactor de esta época ya tardía no pierde ocasión para insistir en que el don de Jesús se dirige únicamente a la comunidad de discípulos: "Lo conocéis vosotros [la propia comunidad joánica]", pero "el mundo no lo conoce..."; "vosotros me veréis, pero el mundo no me verá"... Se trata de una distancia, característica de todo grupo sectario (no en el sentido peyorativo, sino etimológico), que se suele ver agudizada –como era aquel caso- cuando la comunidad se siente perseguida. Más allá de las anécdotas históricas, el Paráclito es llamado aquí "Espíritu de la verdad". Y la verdad –parece añadir más adelante- es que "yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros". La verdad –no podía ser de otro modo- tiene sabor de unidad. Nos faltan palabras para poder expresarlo adecuadamente, pero unidad no es suma o yuxtaposición. La unidad tampoco es algo que podamos producir, ni siquiera gracias al amor. No es, en fin, el "resultado" de nada. Es más bien al contrario: lo primero es la unidad. Todo es Uno. Lo demás –amor, cercanía, equipo...- es simplemente consecuencia de lo que ya es. La unidad se puede percibir como un sentimiento profundo de pertenencia o de vinculación, en un nivel infinitamente más profundo que el psicológico. Se trata de una vinculación del orden del ser: no es que nos hagamos uno, ni siquiera que nos sintamos así. Es que lo somos. El Espíritu de la verdad puede recibir otro nombre como Espíritu de la unidad. Pero no como una entidad separada, tal como nuestra mente pensaría. Si se llama Espíritu de unidad es porque se trata de ese Misterio único del que todos participamos, que todos compartimos, en el que todos somos uno. El resultado de esta comprensión y vivencia no puede ser otro que el amor. No un amor entendido como movimiento sensible o emocional, sino el que se percibe como consciencia clara de no-separación de nada. Amor, por tanto, que se traduce en empatía y compasión. Pero tal comprensión va necesariamente unida a una percepción adecuada de la propia identidad. Porque, mientras yo siga pensando que el yo constituye mi identidad, me estaré cerrando al amor, porque no podré percibir la unidad que somos. Desde el yo (ego) pondré en marcha un comportamiento egocentrado. Solo cuando comprendo que no soy el yo, podrá modificarse radicalmente mi perspectiva. A partir de ahí, ya no "mediré" las cosas desde el interés del ego, sino desde la identidad amplia y una que compartimos. Y descubriré que, con frecuencia, lo que parece "malo" para mi ego puede que sea lo más acertado. Y a la inversa, quizás lo que mi ego persigue con tanta fuerza no sea lo que realmente me (nos) construye en lo que soy (somos). Y aquí nos resuenan las palabras sabias del propio Jesús, que brotaron sin duda de esta misma comprensión: "El que quiera salvar su vida [psiché, ego] la perderá, pero el que pierda su vida, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve a uno [al ego] ganar todo el mundo si pierde su vida? ¿Qué puede dar uno a cambio de su vida" (Mc 8,35-36). No son palabras de amenaza, ni –en primer término- de exigencia o de mortificación. Son palabras de sabiduría, que llaman a "despertar", a salir de los engaños en que nos encerramos, como consecuencia de haber absolutizado la visión estrecha de la mente, y a descubrir la luminosa verdad de que somos Unidad.
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