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Esclavos por: Mons. Juan José Aguirre

10/22/2015

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De “usar y tirar”. Un concepto casi desconocido en grandes partes del continente africano es hoy allí moneda corriente. Pero no estoy hablando de un objeto que se puede barrer o quitar de en medio como algo inservible, inútil, engorroso o molesto. Se trata de seres humanos. De personas del siglo XXI que son vendidas como esclavas. Personas de carne y hueso son tratadas como amasijos de carne, de usar y tirar o de reciclar vendiéndoselos a otros. Una trata de seres humanos, carne de cañón bien etiquetada para el mercado, niñas jóvenes para recreo de gente sin escrúpulos en el Golfo Pérsico que bajo la publicidad de países punta de lanza en camisetas del Madrid, del PSG o de la Fórmula 1 esconden unas bajezas podridas hasta el límite de lo inhumano.
Ser esclavo hoy está tan de moda como lo fue en la antigüedad. Leíamos en estos días que el mal llamado Ejército islámico (hay millones de musulmanes tolerantes en el mundo que rechazan la violencia yihadista), el ISIS, ha raptado más 200 personas (y asesinado a otras tantas) para pedir un rescate o para venderlos como esclavos en los alrededores  de la ciudad de Ohms. El Boko Haram tiene en su cosecha más de 700 asesinatos. De aquellas 200 muchachas estudiantes raptadas, apenas se escaparon 40.
Las demás han desaparecido. O las han matado o las han vendido como esclavas. Muchas, igual estarán en un harem del Golfo Pérsico al estilo de las esclavas de sus antepasados en el imperio califal cordobés. Desde las áridas estepas de Palmira, el DAES juega con las vidas humanas o se quedan con jóvenes indefensas como esclavas sexuales para goce de aquellos “mártires de pacotilla”. Desde los miles de esclavos y esclavas secuestrados por los perros rabiosos de DAES en Siria cuyos padres de la secta Yazidi han huido a las montañas, hasta las azules aguas del Mediterráneo en una patera sobrecargada, amasijo de sombras que huyen, a merced del mar y sus caprichos. Estos huyen de la esclavitud pero son esclavos de la ruleta que los lleve a buen puerto, a salvamento marítimo o al camposanto improvisado en los fondos marinos. Se juegan la vida a una carta. Y la de su familia. Es la esclavitud de la fortuna. Convertirse en esclavos pende de un hilo en una serie de calamidades que han llovido sobre sus cabezas.
Luego lleva lo que algunos llaman el “flujo demográfico”. Para subir a una patera, muchas africanas han debido ser esclavas sexuales de los traficantes. Otros llegan a España, Grecia o Italia en donde empieza otra carrera por la vida: la de quedarse fuera de las zonas calientes, la de encontrar un sitio donde vivir en paz, la de los papeles, la de buscar un medio para llegar a Francia, o a Calais para mirar a Inglaterra, o a los países nórdicos, donde vivir en la calle siempre será mejor que quedarse a ver venir la apisonadora asesina del DAES o del ISIS. El flujo migratorio toca sobre todo a países africanos o a Turquía. En mi diócesis tenemos un campo de 3.000 refugiados del Congo que hemos acogido, alojado y dado un terreno para sembrar y comer. Llegaron sin papeles y nadie se los pidió. Muchos países africanos reciben cientos de miles de refugiados. En Italia parecen haber entrado 52.000 en 2015. En África estoy hablando de cientos de miles. Huyen de un drama que  a veces comprendemos sólo a medias.
Recuerdo a una mujer protestante de Obo, al este de Bangassou, en Centroáfrica. Se llama Olive. Deterioró su vida, su salud física y mental, su familia, su honor, su credibilidad el día en que la LRA (Armada de Resistencia del Señor del miserable Joseph Kony) la secuestró y se la llevó esclava a la selva. Por tres años fue esclava de un comandante que  mancilló sus veinte años, la ultrajó pisoteándola, la violó, la prestó como puta gratis a sus compañeros de tropa, la torturó echándole encima gotitas de fuego de una bolsa de plástico que hacía arder sobre ella cuando una orden suya era mal comprendida o una mancha en su camisa delataba que su trabajo como sirvienta no era hecho con  inmaculada delicadeza. Olive me contaba como ese hacer inmaculado de las horas áridas del día se convertía en tórrido asco cuando su “protector” llegaba borracho al campamento, la violaba y luego la quemaba con emponzoñadas gotas de plástico. La fragilidad de Olive destacaba sobre la brutalidad de aquel pervertido. Sus manos vacías hablaban de su horror frente al arsenal de aquel vándalo vestido con traje de camuflaje. Olive vivió aquel espanto tres años, hasta que, en una escaramuza afortunada, huyó del campamento con una decena de cuerpos macilentos, jóvenes convertidos en adultos abruptamente, mujeres con niños en los brazos, todos esclavos modernos en el mundo virtual de alta tecnología. Olive nunca podrá huir del drama que vivió en la selva de Obo. No tiene medios. Vive con medio euro al día.
Entre docenas de casos vividos en primera persona recuerdo otro del 2002. Se trata de un muchacho atlético, fuerte, que tenía 14 años y era de Rafai, diócesis de Bangassou. Se perdió en la selva cuando cazaba ratas palmistas con sus amigos. A los tres días lo encontró un grupo de cazadores furtivos sudaneses que lo alimentaron y se lo llevaron en la grupa de uno de sus asnos. A los tres meses, el destino lo llevó a una ciudad del centro del Sudán en donde los furtivos lo vendieron a unos comerciantes de Jartum, la capital. Allí lo volvieron a vender en una subasta de esclavos, lo compró una familia que lo revendió más tarde. Su vida se convirtió en una espiral de pujas y vejaciones, en un objeto desechable dentro de las costumbres de familias tradicionales sudanesas. Cuando tres años después, una ONG inglesa lo descubrió y habló con él, se recordó de cuatro palabras en francés y en zande, su lengua natal y de Bangassou su región. A través de los Combonianos de Jartum, contactaron conmigo. Esta ONG lo recompró y lo embarcó para Centroáfrica donde yo mismo lo recibí en el aeropuerto de Bangui y lo llevé hasta su familia, 800 kilómetros en la selva, que lo  acogió con extraordinaria alegría, perpleja por increíble, el mismo Michel por quien habían hecho los funerales tres años antes.
Esclavos de la antigüedad y esclavos del hombre moderno. Estamos viviendo la repetición de aquello que ya ocurrió en  muchos momentos de la historia. La de hoy, en el Mediterráneo, en Ceuta, en Calais o en Lampedusa, es otra página manchada de la historia. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados? En aquellos momentos, siempre hubo hombres lúcidos, carismáticos. Héroes de la humanidad que supieron reaccionar con feroz energía y amor sin límites. Desde San Pablo y su historia de Onésimo y Filemón hasta San Pedro Claver o San Junípero Serra (que será canonizado por el Papa Francisco en Washington el próximo 23 de septiembre), no todo el mundo se quedó indiferente.
Hay reacciones extraordinarias, como la del arzobispo de Tánger, Mons. Santiago Agrelo, que escribió en defensa de los derechos de estos “extranjeros” a los que el Evangelio nos dice claramente, en el texto del juicio final de Mateo 25, que tenemos que acoger, sobre todo sabiendo que miles de ellos están huyendo de una muerte segura. Con efecto llamada o sin él. Países como Grecia, Italia o España están haciendo frente al problema como mejor pueden, pero muchas veces están desbordados. La Unión Europea no dice nada por no mojarse, creo yo. Y la Iglesia católica, nuestras comunidades religiosas, me parece ver un alzarse de hombros como pensando “esto no me toca”, “estos dramas no van conmigo”, o “estos indeseables no entran en mi evangelio, mejor que la policía los vuelva a echar al otro lado de la frontera”. Mirar y ver qué pasa, desde la orilla. El silencio nos hace cómplices de los esclavistas. Ojalá que surjan nuevos Juníperos o Pedro Claver, capaces de mirar desde el evangelio y actuar, de empatizar con los últimos de la cadena y desbordar de compasión por estos esclavos modernos. No vaya a ser que el mayor asesino en serie hoy día en nuestro planeta no sea la pobreza, sino nuestra indiferencia.
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