Érase un muchacho que vivía a las afueras de la ciudad. Un día, de vuelta a casa de la escuela, vio unos hombres que pegaban grandes carteles en las paredes. Cuando terminaron de pegarlos se acercó a leerlos y todos anunciaban el mismo mensaje: Llega el circo a su ciudad.
El muchacho lo primero que dijo a su padre cuando entró en casa fue: Papá, quiero ir al circo. Llegó el día de la primera sesión y el muchacho hizo a toda prisa sus tareas y se cambió de ropa. Su padre, a pesar de la escasez de dinero, le dio cinco euros con una gran sonrisa, le dijo que lo pasara bien y que tuviera mucho cuidado. El muchacho salió zumbando. Cuando llegó a la ciudad, todos sus habitantes se alineaban a lo largo de la calle mayor. La música sonaba atronadora y los aplausos se hicieron cada vez más sonoros a medida que la caravana del circo empezó a desfilar por la calle mayor. El corazón del muchacho se aceleró y sus ojos se abrieron grandes al ver el desfile de los músicos y sus instrumentos y los animales enjaulados y todo tipo de gentes vestidas con trajes de colores. Casi sintió miedo. Cerraba el desfile un payaso con la cara pintada, la nariz roja y unos zapatones puntiagudos, que bailaba y reía. El muchacho corrió hacia el payaso, le entregó sus cinco euros y volvió a su casa. Vio sólo el desfile. Pensaba que el circo era sólo un gran y solemne desfile. El muchacho no entró en la gran tienda y se perdió la esencia, la vida y el éxtasis del circo. La Semana Santa, en este país, Spain is different, tiene mucho de desfile circense. Las ciudades lo anuncian como de interés turístico internacional, nacional, provincial o local para llenar hoteles y vender balcones. El turismo es la mejor industria de este país y lo mismo vende playas, casas rurales, paradores nacionales, islas afortunadas que edades del hombre y semanas santas. Lo religioso se adueña de la ciudad laica y los pasos, llevados en andas, recorren con una solemnidad triunfante la geografía nacional. Yo no me creo la afirmación, "la piedad popular es el evangelio inculturado". Esta piedad, que ni ha leído el evangelio ni puede citar un solo versículo, pasea imágenes artísticas como pasea a hombros toreros, futbolistas o las celebridades de lo efímero. Hay un día para todas. A las imágenes les toca en Semana Santa, turno que nada ni nadie puede robar. Los turistas pagan su silla, su balcón, se les acelera un poco el corazón a la orilla de la calle y vuelven a casa. Ya han celebrado y vivido la semana santa popular y multitudinaria. Semana Santa, espectáculo de vírgenes enjoyadas con oro de Ofir, socarradas por cientos de cirios y piropeadas con adjetivos divinos y profanos y espectáculo de Cristos lanceados y ensangrentados. "En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo", nº 123 de La Alegría del Evangelio. La dieta católica, frugal y baja en calorías, durante siglos ha tenido un solo alimento: imágenes de santos, vírgenes bajo miles de nombres y sexto mandamiento. Dieta triste, diseñada para adelgazar. Cada Semana Santa la piedad popular, con total autonomía, programa su desfile circense. Miles de cristianos aguantarán procesiones, apurarán su dieta de piedad popular, pero como el muchacho de la historia, no entrarán en la gran tienda, en el Templo de la liturgia festiva y sobria, íntima y comunitaria, graciosa y sumisa, liberadora y purificadora. Sólo en el Templo se hace memoria de lo esencial. Sólo en el Templo Cristo se hace tan cercano, tan próximo, que su cercanía nos asusta y penetra la profundidad del ser. Sólo en el Templo las palabras "hoy" y "nosotros" son más que memoria histórica, se hacen verdad en el Cristo de la fe. Sólo en el Templo los relatos evangélicos se hacen Semana Santa de verdad, se hacen Cenáculo, Gólgota y monte de la Resurrección. Yo, alérgico a las procesiones de interés turístico, siempre me pregunto, ¿a qué sabe la semana santa en las calles laicas e indiferentes?
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