"Yo soy la puerta: quien entre por mí podrá entrar y salir..." (Jn 10,9) Es una de esas afirmaciones del evangelio que llega a nosotros en Pascua como una ráfaga de libertad y de aire libre. El Papa Francisco es un pastor que ha aprendido del Gran Pastor y hace bien su oficio: saca a la Iglesia de espacios lóbregos, aunque el exceso de luz le deslumbre los ojos. La empuja fuera de sus atmósferas viciadas.
Abre sus ventanas y deja que entre el sol en sus habitaciones cerradas. Le descubre la salida de ese laberinto en el que a veces da vueltas sin fin. La invita a dejar atrás situaciones relacionales o institucionales que asfixian y angustian. Me seduce esta imagen de Iglesia desplegada y respirando con anchura, que va tirando por el barranco estrecheces, minucias y casuísticas rancias. Que se aplica a la tarea de barrer las sabandijas que aún se agazapan en sus rincones oscuros. Y que cuelga en sus puertas abiertas un cartel con este anuncio: "Entrad y salid por aquí todos los que hacéis del amor la causa de vuestra alegría".
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