Hay cosas que no se escriben, ni se dicen ni se entienden porque son demasiado grandes.
Apenas si conocemos la superficie de las cosas. En la superficie de las cosas es en donde únicamente solemos bregar, buscar, sufrir y morir. En la marejada provocada por los vientos del miedo y del odio, en un mar desencajado, y en su frágil esquife de arcilla navega el ser humano. Aquí y allá lo impulsa algún soplo de sabiduría, de grandeza, de felicidad y de belleza, pero a menudo se pierde y termina destrozado contra una roca o ahogado en el abismo marino. En esos lugares oscuros nacen los héroes, las estrellas, los dioses y los monstruos que pueblan nuestro imaginario, nutren nuestra memoria y frecuentan nuestros sueños. Sin embargo, no es allí donde el hombre se encuentra a sí mismo en verdad ni podrá jamás encontrar a su Dios. Porque Dios y el hombre, en su realidad verdadera, se pueden hallar sólo a un nivel muy distinto. No le pidas a tu inteligencia que conozca algo que la supera. Sería como esperar que un árbol caminara o que un pato se sorprendiera ante un Picasso o con una fuga de Bach. Ese Dios de la fe del que se dice que crea, ama, libera, se hace uno con nosotros en la carne, el que al mismo tiempo es Uno y Tres y es simplemente Amor, en realidad, nunca se alcanza a comprender. Ni se alcanza a conocer al humano hecho a su imagen y semejanza. Cuando uno pretende comprenderlo, lo achica, lo deforma y a veces, aún sin querer, lo caricaturiza. Porque Dios en su grandeza y el hombre en su profundidad no pueden explicarse ni decirse. No pueden asirse. El lenguaje de la razón o el de la imaginación pueden a lo sumo dar indicios, pistas, signos, pero nada pueden explicar en verdad. ¿Cómo describirle los colores a un ciego, la música a un sordo y enseñarle el tango a un rengo? Lo indecible, lo increíble, lo inaudito no pueden “asirse” salvo que se baje a una profundidad tan grande de nuestro ser que ni siquiera sospechamos que pueda existir. Para llegar allí, es necesario desfondarse. Porque hay como una especie de piso que nos separa de la parte más importante de nosotros mismos. Algo como una separación estanca entre el “subsuelo” de nuestro ser y la “planta baja” donde solemos vivir. Por lo tanto, para conocernos en verdad, y conocer algo de Dios, primero hace falta creer en la existencia de… ese “subsuelo” misterioso. Admitir la posibilidad de esa realidad, admitirla en la oscuridad, integrarla a nuestro espíritu y abrirnos simplemente a ella. Ese espacio es inviolable; es un santuario. Dicen que es un Edén custodiado por querubines remolinando espadas que disparan rayos... Imposible entrar allí por algún esfuerzo de la voluntad propia. Es un espacio sellado, sagrado. Es “otro”. No podemos hacer nada para penetrarlo salvo estar atentos, “despiertos”, listos(Lucas 12, 35). Dicen también que sólo los pobres y los niños tienen acceso más fácil a ese lugar porque ellos no tienen puertas trancadas ni techos a toda prueba. No tienen nada que los retenga, están siempre listos para partir hacia donde les esperan el pan y alguna felicidad… “Se rasga de arriba abajo” la cortina del santuario, rueda la pesada piedra que tapa la entrada y se abre por sí sola la puerta a la hora en que llegamos al final de nosotros mismos, cuando todo se ha consumido. Lo cual puede darse en cualquier momento de la vida. En ese mero momento sale a relucir lo que uno o una en verdad ES, en el resplandor de Dios, “El-Que-Es”. Como el alba, como la aurora, como una mañana de sol cósmica emerge el SER VERDADERO entre brumas de oro que tardan una eternidad en disiparse.
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