Acostumbrados como estamos a nombrar las escrituras sagradas como "Palabra de Dios", no resulta difícil comprender que demos por supuesto que lo que allí leemos sea una descripción literal –fotográfica- de lo ocurrido, sancionada además por la autoridad divina.
Eso puede ocurrirnos incluso con un texto tan simbólico (metafórico) como este Himno-Prólogo del cuarto evangelio. Con frecuencia, ni siquiera somos conscientes del modo como nuestra mente imagina rápidamente la escena: Antes de la creación del mundo, en un supuesto "espacio" únicamente imaginado, estaría Dios Padre y, junto a él, se hallaría la "Palabra" (el Hijo, que habría de encarnarse en Jesús de Nazaret). He ahí cómo, en pocas líneas y aún en menos imágenes, hemos querido "explicarnos" el origen de la creación y de la salvación. Aprendidas y grabadas desde niños, estas imágenes han pasado a formar parte de nuestro imaginario hasta llegar a asumirlas de una forma prácticamente literal y, por ello mismo, excluyente: dado que esta es la "verdad de lo ocurrido", cualquier otra lectura o interpretación será descalificada como engaño o, al menos, como "mitología" sin valor. Así se explica un hecho curioso e incluso irónico: cada religión ha tendido a creer como literal su propio mito –todas las religiones han afirmado que la suya era la auténtica palabra divina-, desvalorizando o ridiculizando los ajenos..., ¡sin darse cuenta de que sus propias afirmaciones se movían exactamente en aquel mismo nivel mítico! "Mito" no es sinónimo de "engaño", pero tampoco lo es de "literalidad". El mito es una forma (figurada) de narrar algo de hondo valor humano, que invita a mirar más allá de la mera superficie para hacernos conectar con lo profundo. Ahí radica la sabiduría y la belleza de todas las mitologías. Solo a partir de ese reconocimiento inicial, será posible una lectura no equívoca del mito. En nuestro caso, el término griego Logos –que se tradujo en latín como "Verbum" y en castellano como "Verbo" o "Palabra"- no se hallaría muy alejado del término chino Tao, con el que los seguidores del taoísmo quieren evocar el Origen, la Fuente, la Sabiduría y el Orden de todo. Más allá de las palabras, se está apuntando hacia el Misterio último de Lo que es. La especificidad cristiana –tal como se subraya en este Prólogo- radica en haber identificadoa aquel "principio original" (Tao, Logos) con la persona de Jesús de Nazaret. En una perspectiva mental –que enfatiza la separación: una separación que no se corresponde con la realidad, sino que es creada solo por la mente-, tal identificación lleva a establecer una diferencia radical y absoluta entre Jesús y todos los demás seres. En consecuencia, se "diviniza" a Jesús, convirtiéndolo en un nuevo "Dios" dentro del mosaico de las religiones del mundo. Cuando, por el contrario, leemos ese mismo texto desde una perspectiva no-dual, se pone de manifiesto toda su belleza, hondura y coherencia: el Logos –identidad última de todo lo que es- se hace plenamente presente en Jesús, es decir, en todo lo manifiesto. Eso significa que Jesús es "espejo" de todo lo real y que lo aplicado a él vale igualmente para todos nosotros. No existe nada separado de nada: el "Logos" y "Jesús", lo Invisible y lo Manifiesto, el Vacío y la Forma, el Tao y el Mundo..., son las dos caras de lo único Real, abrazadas en la no-dualidad. El Logos constituye el Fondo que todos compartimos, nuestra identidad más profunda. Y cuando lo leemos así, nos hacemos conscientes de que el texto nos está retratando.
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