Celebramos estos días la Navidad, palabra abreviada que viene da la latina Nativitate (Nati-vita-te); es decir, Nacimiento de la vida para ti. En este caso el de Jesús, un niño más de los innumerables nacidos en esta prolífica Tierra desde que el mundo es mundo. Y hasta quizás -con una visión mística más universal- celebramos también la Natividad de todo ser que tiene vida. Todos viven y respiran por igual, con el vital aliento del Espíritu: el que sobrevoló y ordenó el caos primigenio. De este modo lo vio el Maestro Eckhart hace más de siete siglos.
Hubo un día en mi vida que pude tocar a Dios... Un instante, unos segundos, el tiempo se paró, dejé de respirar... Sentí un estallido, una ola que crecía en mí y me desbordaba, era... fui el big-bang... me expandí, me disolví, crecí... mis moléculas y mis átomos volaron alrededor... en mi latido fui árbol, flor, montaña, tierra, piedra, mar, cielo, nube... La celebración de este evento es secular en todas las culturas, amén de la cristiana, y es coincidente con el solsticio de invierno. Los días –nos referimos al hemisferio norte- comienzan a crecer y, la mayoría de ellas lo interpretan y reconocen como un período de renovación y re-nacimiento. Los conceptos de nacimiento o renacimiento de los dioses solares han sido, asimismo, comunes en ellas: Horus, Attis, Krishna, Mitra, Dionisius, por ejemplo. Las similitudes dogmáticas del cristianismo con religiones mistéricas no son consecuencia de una revelación divina. Son más bien producto de un sincretismo religioso. Jesús, cuya Nati-vita-te celebramos en el atardecer y amanecer de cada año, logró ser Dios un día. Lo llegó a ser, pero no por obra y gracia del Espíritu Santo como con falsedad en documento público se intentó demostrar en el Primero de Nicea, sino porque creció y creció hacia dentro. Intento que en enésimo lance da la puntilla Benedicto XVI con un rotundo “sí es verdad” en su último libro La infancia de Jesús. Posiblemente su nombre bíblico de Emmanuel –Dios con nosotros- debiera traducirse, en una exégesis más ajustada a las demandas espirituales de nuestros días, como Dios en nosotros. Esto era elnous aristotélico. Un Dios “cosa de cosas”, no del allende sino del aquende, que es el que de verdad nos interesa en esta vida. El de la orilla eterna está eternamente garantizado. “Quizás un día aún lejano una más clara visión le mostrará (al hombre) que debe buscar ánimos y confortación en la propia alma. Creo que Dios está dentro de mí o no está en lugar alguno”. Lo escribió S. W. Maugham en El filo de la navaja, y lo descubrió Jesús y otros muchos antes y después de él, cada vez que fondearon reflexivamente en sí mismos. Es una forma de vida propuesta por todas las Religiones –aunque no siempre promovida en la acción- que empuja, a quienes sí lo hacen, al inestimable término de hacerse plenamente humanos. Necesitamos un cristianismo místico –no mítico-que, para serlo, ha de ser activamente solidario con todos y con todo. El discípulo amado de Jesús fue tajante a este respecto: “Si alguien dice que ama a Dios a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, está mintiendo” Jn 4:20. Otro gran místico de nuestros días, Rainer María Rilke, así lo canta poética y apocalípticamente positivo en su poema ADVIENTO: Empuja el viento rebaños de copos por el bosque invernal como un pastor, y más de un abeto siente que pronto se hallará nimbado de luz y de amor; y escucha un rumor distante. Resuelto tiende sus ramas por senderos blancos, y hace frente al viento y crece soñando una noche de gloria y majestad. Ese Dios que Jesús logró ser porque creció y creció hacia adentro sin dejar de crecer simultáneamente hacia afuera, es el Dios de sus sentidos y los míos: y esto es Encarnación. Un Dios vivo dentro de él y de mí -y de los otros- que él descubrió explorando ignotas geografías, y que luego partió, repartió y compartió con todos los demás a manos llenas. (¡Gracias, valeroso explorador de ignotas geografías espirituales!) Un Dios cuyo corazón “palpita amoroso en mi pecho con el mío”, como lo sintió el poeta, y como lo predicó Eckart en sus sermones: “Cuando el hombre descubre y desnuda la luz divina, que Dios ha creado en él de forma natural, entonces se revela en él la imagen de Dios. Por el nacimiento se reconoce la revelación de Dios, pues que el hijo se diga nacido del Padre viene del hecho de que el Padre le ha revelado paternalmente su misterio. Y por eso, cuanto más y de forma más clara el hombre descubre en sí mismo la imagen de Dios, tanto más claramente nace Dios en él” ( Sermón “La imagen desnuda de Dios”).
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