A principios del siglo XX el teólogo modernista francés Alfred Loisy escribió en El Evangelio y la Iglesia: “Jesús anunció el Reino y vino la Iglesia”. El papa no tardó en poner la obra en el Índice de Libros Prohibidos. Sin embargo, Loisy llevaba razón, como demostrara después el exegeta alemán Rudolf Schnackenburg en su influyente obra La Iglesia del Nuevo Testamento: “No la Iglesia, sino el Reino constituye la última intención del plan divino”. Schnackenburg es el teólogo de referencia de Benedicto XVI en sus recientes obras sobre Jesús de Nazaret de mane reiterada y elogiosa.
Yo creo que la Iglesia constituye el primer fracaso de Jesús el Galileo, que puso en marcha un movimiento igualitario de hombres y mujeres, nacido en la “Galilea de los gentiles”, contrahegemónico, ubicado en los márgenes de la sociedad y de la religión judía, que anunció el reino de Dios como alternativa al poder político-imperial y a la religión tradicional. Luego surgió la Iglesia como organización jerárquico-patriarcal, aliada con el poder y ella misma detentadora de todo el poder, el espiritual y el temporal. Para ello tuvo que incumplir la orden del Maestro: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos, y sus grandes los oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos” (Marcos, 10,42-44). La Iglesia se organizó al modo imperial y, con el paso del tiempo se convirtió en Estado bajo la autoridad del Papa, persona con más poder que los faraones egipcios los emperadores romanos, los califas otomanos y los reyes católicos pero que osa llamarse “siervo de los siervos de Dios”. Si la Iglesia no es de institución divina, menos aún lo es el Vaticano. Este no es el centro de la Cristiandad, ni Roma, la ciudad santa y eterna, sino, un lugar de intrigas, maquinaciones, traiciones, luchas por poder, negocios turbios. No sé si nació para eso, pero, históricamente, ha actuado así, unas veces con nocturnidad y alevosía; otras, con luz y taquígrafos, hasta el punto de convertirse en ejemplo, o, mejor, mal ejemplo, de comportamientos oscuros, que con frecuencia se han justificado e imitado. El papa no está libre de las intrigas, es parte de las mismas y, en ocasiones, su principal responsable. Es el caso de Benedicto XVI, que lleva treinta años en el centro de la intriga, primero como presidente de la todopoderosa poderosa Congregación para la Doctrina de la Fe, que condenó a teólogos y teólogas acusados de heterodoxos y sustituyó a obispos del concilio Vaticano II por obispos neoconervadores. Luego, en el Cónclave, donde movió todos los hilos para conseguir su elección papal con el apoyo de la mayoría de los cardenales que habían sido nombrados durante su mandato como Inquisidor de la Fe. Y ahora como Jefe de Estado de la Ciudad del Vaticano, que, según la “Constitución” del Vaticano, detenta en su persona la plenitud de los tres poderes, y como Papa, que gobierna a más de mil millones de católicos de todo el mundo, que no han participado en su elección y cuyas decisiones son inapelables. Ayer conocimos la noticia del procesamiento del mayordomo del Papa Paolo Gabriele y del empleado de la Secretaría del Vaticano Claudio Sciarpelleti, acusados de robo y difusión de documentos secretos de la Santa Sede, según la sentencia del juez instructor del Tribunal del Estado Vaticano contra el mayordomo del papa Gabriele acusado de “robo con agravante”. El mayordomo ha reconocido los cargos que se le imputan alegando que su intención era “mejorar la situación eclesial vivida en el interior del Vaticano y nunca para dañar a la Iglesia”. Yo creo que en la trama está implicada buena parte de Curia, incluido el Papa. Todos deberían ser investigados. Y, tras la investigación, proceder a la supresión del Vaticano como Estado, que es la gran herejía del cristianismo, y del Papa como Jefe de Estado, que es la encarnación del poder absoluto. Por ahí debe comenzar la Reforma de la Iglesia, como acaba de proponer Pére Casaldáliga, obispo catalán emérito de la Prelatura brasileña de Sâo Felix do Araguaia.
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