Qué extraña naturaleza la nuestra que necesita señalar fiestas, cumpleaños, inicios o finales de años. Engalanarse unos días e ir en zapatillas otros. Adornar las mesas, hacer platos especiales solo unas pocas veces y brindar solo otras pocas. Llamar a amigos y familiares para estrechar vínculos y manifestar sentimientos cercanos y tiernos, solo en determinadas ocasiones. Derrochar luces y adornar árboles, como si necesitasen algo más para ser bellos. Hablar de día primero del 2013 con la seguridad que otros 364 le seguirán.
El resto de la naturaleza nos ha de observar asombrada de nuestros trajines y excesos, no ha de entender nuestras ambigüedades. Tan deseosos de fiestas como hartos de ellas, tan pródigos en amor a momentos y tan ácidos al poco rato. Esta (primera) noche del 2013 no sé si envidio a los animales, las plantas, los mares y a las mismas piedras. Ahí está Trazo, mi perro, durmiendo plácido a la misma hora y alborotado y despierto en otros ratos; atento siempre a mis movimientos, incondicional todos los días. Él no entiende de puntuales celebraciones. No necesita fechas o días extraordinarios. Tampoco los pájaros hacen algo especial un día u otro. No entonan cantos en unas fechas y callan otras; no toman descanso de sus rutinas para ser felices. Parece que la naturaleza está dotada de un talento especial para lo cotidiano; se prodiga del todo cada mañana, vibra en la misma intensidad los 365 días del año. El sol, la luna, la oscuridad del firmamento acuden fielmente a lo de cada día llenándolo siempre de la misma manera y haciéndolo todo calladamente extraordinario. Quizás haga así para enseñarnos, para que algún día aprendamos a vivir cada segundo como si fuera el último, el mejor, el más completo, el más dichoso. La mejor oportunidad para la compasión, para el abrazo más entrañable, para la palabra mejor pronunciada o el silencio más callado. Como si cada segundo fuese sagrado y eterno. Como si nuestra conciencia pudiera abarcar del todo la Realidad, la traspasara, se perdiera en ella para encontrarse y descubrirse del todo en su autenticidad. Quién sabe si entonces nos veríamos realmente los unos a los otros, nos hablaríamos siempre mirándonos a los ojos atentamente, nos importaría más el escucharte que el contarte. Cada día sería fiesta, comeríamos solo lo necesario y gozaríamos al máximo cada bocado, reteniendo texturas, sabores, olores. Entonces descubriríamos fácilmente lo Infinito, viviríamos humildemente nuestra pequeñez sin incomodo, en paz y confiados. No tendríamos prisas, ni agobios, porque sabríamos que solo contamos con el presente, el único tiempo que conjugaríamos, el único existente. Inmortalizaríamos el ahora, el instante. Nos sentiríamos ricos con poco, generosos con todo. ¡Seríamos tan felices cada día por despertar, que agradeceríamos la vida como un regalo, como el único tiempo que realmente tenemos para ser!
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