La Iglesia de Cádiz ha rectificado y permitirá que el creyente transexual Álex Salinas sea el padrino de su sobrino en el bautizo que, finalmente, sí se celebrará tras haberse resuelto la controversia. Es, ciertamente, una victoria del joven gaditano y de quienes lo han respaldado, pero la victoria no será redonda, irreversible y completa mientras la propia Iglesia no la sienta como propia.
Días atrás nos preguntábamos quién ganaría la batalla de San Fernando, si Álex o la Iglesia, si la libertad o la hipocresía, y nos temíamos, siempre tan listos, que si alguna vez Roma le daba la razón al joven transexual sería ya demasiado tarde porque para entonces el sobrino de Álex habría ido a la universidad, estaría en el paro y sería un redomado ateo que en las impías noches del verano gaditano de dentro de veinte años contaría a sus amigotes cómo el Vaticano no le había dejado otra opción que hacerse un ateazo para toda la vida y cómo el descreído cineasta Álex de la Iglesia había hecho una exitosa y desternillante película sobre su vida. Pues bien, no somos tan listos. Nada de eso ha ocurrido. El desenlace del conflicto da mucho más para una película de José Luis Garci que de Álex de la Iglesia. Puede que si las redes sociales no hubieran echado humo en solidaridad con Álex y, sobre todo, si en el solio de Roma no se sentara quien hoy se sienta, el Obispado de Cádiz no habría rectificado. Puede, desde luego. Pero no deberíamos poner ahí el énfasis. Deberíamos, queridos hermanos, gestionar con generosidad nuestra victoria, de manera que en vez de arrojarla a la cara de la Iglesia, hurgar en la herida de su rectificación o interpretar su derrota en clave de merecida humillación, que es lo que suelen hacer los partidos políticos cuando logran arrancar una rectificación al adversario que cometió un error, deberíamos mostrarnos astutamente deferentes alabándole al obispo de Cádiz su bello gesto, su buen juicio y su sincera humildad para enmendarse, pues al fin y al cabo todos –y aquí entran los obispos, como entran los ministros o los directores generales– somos humanos y todos cometemos errores: de ahí que debamos mostrarnos indulgentes cuando una oveja descarriada regresa sobre sus pasos, vuelve al rebaño y alegremente se encamina con suave trote hacia la empinada senda de la virtud que nunca debió abandonar. Por desgracia, tras conocerse la enmienda eclesiástica las redes sociales, siempre tan vengativas, han tendido más bien ensañarse con el obispo de Cádiz, imitando así el más feo y revanchista estilo de los peores líderes políticos. Se equivocan completamente los internautas victoriosos. Hay que convertir esta victoria civil de San Fernando en una victoria también eclesiástica: hay que hacer como la madre amorosa que, tras lograr que el bandarra de su hijo adolescente empiece por fin a estudiar, no se le ocurre reprocharle su pasado ni restregarle la rectificación de su conducta, sino que, hábilmente, lo felicita una y otra vez por su sabia decisión y procura en lo posible hacer creer al chico que todo el mérito ha sido de él y de su asombrosa madurez para su edad, de la cual por cierto hablan tanto las vecinas deshaciéndose en elogios, nunca de los agrios reproches de ella ni de las torvas miradas de su padre.
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