Este modo de hablar únicamente es posible en quien ha experimentado "aquello" que es "lo único necesario" (Lc 10,42). Jesús lo nombraba como "Reino de Dios", y se refería a ello como el "tesoro escondido en el campo": quien lo encuentra –decía-, "lleno de alegría, vende todo lo que tiene y compra aquel campo" (Mt 13,44). Y decía también que se hallaba "dentro de nosotros" (Lc 17,20).
¿Qué es exactamente ese "tesoro" que, cuando se descubre, todo lo demás es "añadidura"? Los humanos lo hemos nombrado de diversas maneras. En clave religiosa, hemos hablado de "cielo", "salvación", "Dios"... En clave laica, se ha llamado "felicidad", "sentido", "plenitud"... En clave espiritual, finalmente, nos hemos referido a ello como "realización", "despertar", "iluminación"... Jesús lo llamaba "Reino de Dios". Pero los nombres no sirven de mucho a quien no lo ha experimentado. De hecho, pueden confundirnos, al menos por dos motivos: por un lado, porque al nombrarlo, corremos el riesgo de objetivarlo y percibirlo como separado de nosotros (caemos en la dualidad); por otro, porque tendemos a leerlo en clave voluntarista, como algo que sería consecuencia de nuestro esfuerzo o exigencia (fortalecemos el ego, que ahora se creería "mejor" que los otros, sin contar con que quedaríamos de nuevo frustrados: porque ese "tesoro" no está al alcance de nuestra exigencia). De entrada, podemos reconocer lo que no es: no es "algo" (un objeto delimitable) y no está "fuera" de nosotros (algo que nos faltaría). No es tampoco algo que pueda ser dañado ni eliminado. Más bien al contrario, es lo único permanente en medio de todo lo demás, que es cambiante. Pero, al no ser un objeto, no podemos definirlo ni pensarlo; únicamente podemos serlo. Estamos hablando, por tanto, de nuestra identidad más profunda, aquello que somos y que compartimos con todo lo que es. Lo nombramos como Presencia o Consciencia de ser; es lo único de lo que no podemos dudar: que somos; es la fuente de nuestro sentido de ser. Pero no podemos buscarlo por el camino del razonamiento –la mente no es herramienta adecuada para ello-, sino en la experiencia inmediata de ser: acallamos el pensamiento, y percibimos la Presencia o Quietud. En la medida en que nos permitimos saborearla, reconocemos la Plenitud y se nos regala lasabiduría. Lo único necesario, por tanto, es responder adecuadamente a la pregunta: ¿quién soy yo? Sin quedarnos a medio camino –en una respuesta psicológica, por ejemplo; o simplemente mental y emocional-, ese interrogante nos conducirá a aquello que es lo único permanente, la consciencia de ser, el núcleo último de todo lo real, el misterio de lo que es. Eso –lo que somos- reviste, entre otras, dos características básicas: se halla siempre a salvo y abraza la realidad completa. Nada se pierde, nada queda fuera de ello: eso es –diría Jesús-el "Reino de Dios". Es esa experiencia –o, por decirlo con mayor precisión, esa comprensión- la que constituye lafuente de toda confianza y de toda desapropiación. En lo que somos, no hay nada que pueda dañarnos. Y si hemos descubierto el tesoro, ¿cómo seguir esclavizados a otros "amos"? El agobio es síntoma de que hemos desconectado de nuestra verdadera identidad, nos tomamos por lo que no somos, nos hemos alejado de nuestro hogar. La sabiduría nos dice que no hay que preocuparse por lo que suceda. Nada de lo que suceda puede cambiar lo que somos. Jesús, el hombre asentando en una confianza inquebrantable, que prevenía contra el agobio, tenía razón: "Buscad el Reino de Dios, y lo demás se os dará por añadidura". Vive en conexión con quien eres, y te verás siempre a salvo y desprendido.
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