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El templo es la vida por: Enrique Martínez Lozano

3/10/2012

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Los profetas de Israel solían recurrir a “gestos proféticos” para expresar, de un modo visual, mensajes que les parecían decisivos. Es lo que hizo Ezequiel, cuando preparó su equipaje para el destierro, haciendo un boquete en la pared (Ez 12,3-7); al preparar una olla llena de herrumbre (Ez 24,1-14); o al profetizar sobre huesos secos (Ez 37,1-14).

Jeremías se sintió instado a una cosa sencilla, como comprar una faja de lino (Jer 13,1), pero también a otra más exigente, como la de no casarse ni tener hijos (Jer 16,2); como signo profético, rompió un botijo de barro a la vista de todos, para llamar la atención sobre el hecho de que el pueblo se estaba rompiendo (Jer 19,1-11).

Oseas se casó con Gomer, una prostituta, y puso a sus hijos nombres cargados de alusiones simbólicas a la situación de Israel (Os 1,2-9).

        

En la misma línea de los profetas de su pueblo, Jesús realiza también gestos repletos de simbolismo: sus comidas con pecadores, el lavatorio de los pies, la acción contra el templo…

Porque de eso se trata en la lectura de hoy, de una acción simbólica en la que se pretende mostrar que el tiempo del templo ha acabado. No es lo que a veces se ha designado como “purificación” del templo, que habría sido convertido en centro comercial.

Todo lo que ocurría en él, no solo se hallaba plenamente legislado, sino que era imprescindible para que la misma vida del templo –los sacrificios- pudiera seguir funcionando. Del mismo modo, las mesas de los cambistas se requerían para que los judíos que venían de la diáspora pudieran comprar los animales de los sacrificios en la moneda acuñada por el propio templo.

Si todo lo que sucedía en el templo estaba respaldado por la legislación, la acción de Jesús debe interpretarse desde otra perspectiva, tal como se pone de relieve, desde dos ángulos diferentes, en el mismo evangelio de Juan.

La clave la encontramos, para empezar, en este mismo relato. En él queda claro lo que Jesús pretende: sustituir el templo por su propio cuerpo resucitado.

El templo de piedra era el centro de la religión (particularmente en Israel, religión en la que no se reconoce sino un único templo, el de Jerusalén); en él se encontraba el Arca de la alianza y, por lo tanto, la Presencia de Dios. Como la judía, todas las religiones han tendido a absolutizar los templos como lugares de la presencia divina, cayendo incluso a veces en dicotomías o dualismos extraños entre “lo religioso” y “lo profano”.

La novedad de Jesús –tal como se pone de relieve en sus parábolas- consiste en afirmar que existe un camino para encontrar a Dios que no pasa por el templo. De ese modo, se supera definitivamente aquel dualismo y se reconoce la vida como lugar de la Presencia.

Al “sustituir” el templo por su cuerpo, el autor del evangelio nos invita a vivir el encuentro con Dios en el centro de nuestra persona y de la vida misma. Y Jesús nos hace de “espejo” para ver lo que es una vida vivida de ese modo: una existencia marcada por el amor compasivo y la resurrección gozosa.

Ahí –parece indicar el texto- es donde vamos a encontrar con certeza a Dios; ahí radica el “secreto” del vivir humano: en el amor y en el gozo. Hasta el punto de que ambos no son sino nombres de nuestra identidad más profunda, trascendida la (errónea) identificación con el ego: somos Amor y somos Gozo. Es únicamente la reducción al yo lo que nos impide reconocerlo y vivirlo.

Pero no es la única vez en que el autor del cuarto evangelio invita a superar el templo. En el capítulo 4, que recoge el (simbólico) diálogo con la mujer de Samaría, pone en boca de Jesús esta afirmación tajante: “Ha llegado la hora en que los que rinden verdadero culto al Padre, lo adoran en espíritu y en verdad. El Padre quiere ser adorado así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Jn 4,23-24).

La superación del templo significa la superación de la religión. No en el sentido de que haya que dejarla de lado –tanto la religión como el templo pueden ser medios valiosos para no pocas personas-, sino en el de no absolutizarla. La absolutización de la religión ha provocado demasiado enfrentamiento y sufrimiento entre los humanos.

Como ha expresado con sabiduría Javier Melloni, “las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad, la lanzan sobre las demás… La apropiación de esa plenitud se convierte en totalitarismo… Las religiones se hacen indigestas –no solo indigestas, sino sumamente peligrosas- cuando pretenden apoderarse del Absoluto” (J. MELLONI, Hacia un tiempo de síntesis, Fragmenta, Barcelona 2011, pp.43-44).

Un síntoma claro de haber absolutizado la propia religión es la crispación con la que se defiende. En psicología se afirma que, en las relaciones interpersonales, la crispación emocional es señal inequívoca de la presencia de la propia sombra no conocida y no aceptada, que lleva a condenarla en el otro.

El motivo es sencillo: al ver en el otro lo que en mí he rechazado u ocultado, nace un sentimiento de inseguridad, del que trato de defenderme achacando el problema a la otra persona. Sin embargo, la presencia de la crispación no me deja mentir: lo que me altera no puede ser nada ajeno, sino mi propio sentimiento no aceptado.

De un modo similar, la crispación religiosa –que va de la mano de la descalificación del otro y del fanatismo- no revela otra cosa que ignorancia e inseguridad. Y, como suele ocurrir, se convierte en el antídoto más eficaz contra la presunción de verdad de la creencia de quien así descalifica: ¿quién querría ser “creyente” de una fe o de una religión que descalifica o ataca con tanta virulencia?

Lo causa última, sin embargo, hay que buscarla en el psiquismo y, en concreto, en lo insoportable que, para algunas personas, resulta el sentimiento de inseguridad. A mayor inseguridad, más necesidad de absolutizar las propias creencias, como medio de no sentirte cuestionado. Y lo hará incluso en nombre de Dios y de sus “derechos”, de los que se considera verdadero conocedor y ardiente defensor.

El jesuita y psicoanalista Carlos Domínguez Morano ha analizado toda esta cuestión con notable agudeza, hablando de las “patologías de lo religioso”. Un yo no suficientemente integrado, por falta de un adecuado contacto materno, puede verse impelido a una necesidad de poseer seguridades absolutas, incluso a sentirse como portador de una palabra absoluta. La consecuencia no es otra que la descalificación –también absoluta- de todos quienes no piensen como él: es el reflejo de una actitud fanática y paranoide (Puede verse el interesante estudio de C. DOMÍNGUEZ MORANO, en su obra Experiencia cristiana y psicoanálisis, Sal Terrae, Santander 2006, pp.158-161).

Personalmente, no encuentro un texto sagrado más desactivador de cualquier absolutismo religioso que el propio evangelio.

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